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March 20, 2018 | Author: Anonymous | Category: Espiritual
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Dossier 25 Pron Moss Corral Molloy Ovaldé Volpi Boullosa Cátedra Abierta UDP en homenaje a Roberto Bolaño 2014/1 Presentaciones de: Marcelo Mellado, Daniel Astorga, Diamela Eltit, Mauricio Electorat, Bruno Arpaia, Maribel Mora

Revista Dossier Nº25 Septiembre de 2014 Publicación cuatrimestral Facultad de Comunicación y Letras Vergara 240, Santiago de Chile, 8370067 Teléfono: 2 676 2000 [email protected] Directora Cecilia García-Huidobro McA. Editores Andrea Palet Javier Ortega Editor de las ediciones de Cátedra Abierta Rodrigo Rojas Consejo editorial Carlos Aldunate Álvaro Bisama Javier Cercas Alejandra Costamagna Leila Guerriero Rafael Gumucio Andrea Insunza Cristián Leporati Julio Ortega Rodrigo Rojas Alejandro Zambra Asistente editorial Cristina Varas Diseño Rioseco & Gaggero Fotografía Archivo Universidad Diego Portales Impreso en QuadGraphics ISSN: 0718-3011 Inscripción registro de propiedad intelectual N° 152.546

Dossier 25 Cátedra Abierta UDP en homenaje a Roberto Bolaño 2014/1 6 Localizando a Patricio Pron Presentación de Marcelo Mellado 9 Roberto Bolaño: el escritor santiaguino y la tradición Patricio Pron 15 Rose Moss: Narrando a Sudáfrica desde el otro lado del Atlántico Presentación 17 Cara contra cara: literatura versus periodismo Rose Moss 21 Atención a la filología Presentación de Daniel Astorga 24 (Des)andanzas de los nuevos 2.0 y su no ficción Wilfrido H. Corral 34 Sin límites Presentación de Diamela Eltit 36 Derecho de propiedad: Escenas de la escritura autobiográfica Sylvia Molloy 43 «El realismo mágico en la creación literaria francesa de hoy» Véronique Ovaldé Conversación con Mauricio Electorat 48 Tanto la ciencia como las humanidades se basan en la narrativa Presentación de Bruno Arpaia 52 El cerebro y el arte de la ficción Jorge Volpi 59 Qué podemos decir de Boullosa sin Boullosa Presentación de Maribel Mora 61 Un intento de narración Carmen Boullosa

Pron

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Localizando a Patricio Pron Presentación de Marcelo Mellado

No quiero presentar a Patricio Pron del modo que suele hacerse en los municipios, porque ambos venimos de la provincia; esos emplazamientos de la perversión urbana suelen ser fascinantes para la producción literaria; su efecto protocolar es muy tentador sobre todo cuando hay que presentar a personajes del ámbito público –ya sea de la política o de la cultura–, a alguien importante, un escritor de verdad, por ejemplo. Es cuando se leen amplios currículos que pueden ser interminables. Recuerdo que un famoso rosarino residente en Chile, Marcelo Bielsa, detuvo una lectura muy elogiosa de su currículum en una localidad nortina a la que fue invitado; no quiero que me ocurra algo parecido con este otro rosarino. A todo esto nunca sale en tus biografías si eres de Newells o de Central.

Voy a consignar algunos tópicos, o cosas que me parecen relevantes en su trabajo, fragmentariamente, siguiendo la fórmula de lo que creo es su propuesta de obra. Se trata más bien de incitaciones o aperturas para un diálogo posible: - El texto de Pron tiene la impronta de lo procesual, de aquello que se está haciendo, de lo inacabado, lo fragmentario, en el sentido de incorporar todas las vicisitudes del trabajo y romper con ese régimen de la obra terminada, bien hechita. Creo que esto se lo escuché en una entrevista que vi en internet. Esto supone recurrir a repeticiones y discontinuidades, y apelar al boceteo y a transformar el proceso en obra, como que no hay entropía o pérdida en este trabajo (eso creo que lo dijo Barthes), todo parece servir en la construcción del

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producto textual, tanto a nivel del genotexto como del fenotexto, dicho seminalíticamente. - Al leer el texto de Pron uno echa de menos su «argentinidad», será porque no es porteño, a pesar de El espíritu de mis padres como novela memorística local. Aunque haya un quiebre con el archivo memorístico o con el concepto de archivo, porque el relato plantea una búsqueda carente de épica. No es que uno espere al compadrito o el dato duro identitario, ese del correlato político o la cita al campo literario que es prolífico y potente, que de algún modo está pero que no es la obsesión, no; pero quizás su proyecto de obra en general tenga que ver con la producción de esa lejanía o de esa distancia, que el narrador de Pron parece trazar con esas referencias, sin la omisión radical de la no pertenencia, por cierto. El lugar que ocupa Pron en la narrativa latinoamericana o en el campo narrativo actual es raro, en tanto que no corresponde al típico registro identitario, del narrador enganchado o engarzado en las problemáticas de terruño, del espacio propio. - A propósito de campo literario, quizás el efecto Borges (o el efecto Bolaño) funcione por contraste, o por omisión. Quiero pensar o imaginar que no hay un tributo programado, no solo porque simbólicamente siempre hay que matar al padre, sino también porque hay que construir autonomías e independencias. Hay una referencia directa a Borges en el cuento Unas cuantas palabras sobre el ciclo de las ranas, donde

el personaje «escritor argentino vivo», como función enunciativa de un estado de situación o un estado de sitio de una presencia invasiva y amenazante. Hay quizás aquí una teoría directa de la literatura argentina, que tiene que ver con el tópico de las relaciones de discipularidad o de la regencia de algunas paternidades. - Aquí quiero citar a un amigo que alguna vez fue poeta, pero que se recicló como pintor y que debiera estar viviendo en Mendoza. Él decía algo profundamente sarcástico y muy chileno: «no todos tienen la suerte de ser huérfanos». Con esto queremos decir que nosotros los chilensis no tenemos problemas con las maestrías y las discipularidades, porque no tenemos padre. Es decir, carecemos de capital simbólico y, obvio, tenemos otros problemas en relación con eso que no podemos abordar acá, como nuestra impotencia textual (escribimos de lo escribible o sobre lo que hay que escribir, sin proyecto propio o inventando un padre que nunca tuvimos). Pero en lo concreto diríamos, parafraseando a mi amigo, aquí no tenemos Borges ni mucho menos. Tenemos la arrogancia candorosa y suicida del desposeído, del carente radical. El escritor argentino vivo es una vigilancia y una presencia que nos recuerda algo que puede ser peor: el escritor argentino muerto, como cita perpetua de la que el narrador no puede sustraerse. - El rastro de lo familiar en la obra es una clave potente. Al leer el cuento Una de las últimas cosas que me dijo mi padre,

la imagen de esa función, la paterna, se convierte en una persistencia o en un dato de memoria levemente catastrófica, como marca o herida dolorosa de la historia vivida como tragedia. Y en este punto ya estamos en Europa o en el diálogo entre dos culturas que nos propone la novela El comienzo de la primavera. - Quizás a partir de lo familiar se va construyendo lo cotidiano como saber, mejor dicho, el relato como la dimensión de un saber redundantemente cercano, a la mano, humano. Si en toda obra literaria hay una teoría de la literatura, la teoría que surge de aquí es aquella que la considera como un registro de lo cotidiano, considerado desde la fatídica cercanía de lo familiar, desde esa cercanía corporal, de esa fobia que nos provoca y de la que podría surgir la escritura como filtro de la otredad, de esos otros que son míos, y de ahí la construcción del sujeto familiar, del fatalmente hijo. - La noción de autor a la que parece tributar Patricio Pron es la de una entidad responsable que interviene los acontecimientos con una mirada lúcida, o el de una conciencia en crisis (por no decir crítica) que utiliza la ficción como una operación epistémica. Pron el autor es sobre todo un lector, o el autor sería una función del acto de lectura. Esto queda claro en la presentación llamada «Roberto Bolaño: el escritor santiaguino y la tradición», en la que se plantea que la escritura es una forma de lectura. No estamos pensando solo en la teoría algo cínica de

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la intertextualidad, es más que eso; aunque no podemos de dejar de asumir que se escribe para citar lecturas o referencias de lectura. Aquí la noción de autor se nos diluye. En El comienzo de la primavera la búsqueda del autor es bastante simbólica, y además se trata de un autor que no quiere ser encontrado, desautorizado por su propio gesto autoral. Para Foulcault el autor es una función del discurso, no un sujeto trascendental. Nosotros estamos obligados a movernos con una noción editorial de autor, que va desde quien se encarga de lo administrativo hasta el genio o sujeto privilegiado, dotado de una voz especial. En este caso hay un autor que surge desde una especie de ética autoral que sobrecoge, porque más que nada propone lecturas o formas de leer la modernidad (o formas de sobrevivirla). - El narrador hace una oferta reflexiva a propósito del viejo tema de la muerte de la novela y el estatuto particular del cuento, elemento clave del relato «El estatuto particular». Aquí todo pareciera moverse según la dictadura o regencia editorial o de la concepción editorial de la literatura, donde la clave es el manejo del régimen de lo literario, es decir, de las estrategias y tácticas operativas que posibiliten la circulación de la obra. Muy lejos del texto como zona original. - Percibo en estos textos una teoría del acontecimiento basada en una revalorización de una experiencia desterritorializada de la escritura. No sé lo que quiero decir exactamente,

pero debe tener que ver con un estatuto de lo literario o de un intento por alterar el régimen –según el concepto de Rancière– poético de lo literario o por instaurar una nueva poética. Eso creo leer, por ejemplo, en la iconicidad de la descriptividad, que no solo funciona como soporte lingüístico sino como zona de interrogación del estatuto de la ficción como un eje privilegiado de la mirada moderna.

Conferencia

Roberto Bolaño: el escritor santiaguino y la tradición Patricio Pron

1 Voy a comenzar con la siguiente afirmación, que quizás debiésemos discutir posteriormente: un escritor es principalmente un lector, si acaso uno que se caracteriza por constituirse en la pieza central de un mecanismo en el marco del cual la lectura (a menudo percibida erróneamente por algunos como una actividad pasiva) estimularía la escritura, y esta, a su vez (y no en menor medida) incitaría a la lectura. Vayamos más allá, por fin, de las historias que cuentan los escritores sobre sí mismos. Incluso los más vitalistas (aquellos que, obligados prescriptivamente a escoger entre la literatura y la vida, hubiesen escogido la vida, como si la literatura fuese un paréntesis en ella y no lo que es para muchos de nosotros: lo más valioso, lo más interesante de la vida) han sido magníficos lectores, y uno podría trazar una historia alternativa de la literatura que narrase lo que esos autores, que supuestamente no leyeron, leyeron efectivamente: una historia de cómo Charles Bukowski leyó (y muy bien) la tradición libertaria norteamericana y en particular a John Fante y a Henry Miller, así como a los beats, y cómo estos últimos leyeron deliberada y muy acertadamente la poesía modernista, así como a autores como Ernest Hemingway, y cómo éste leyó a Conrad Aiken y a John Steinbeck y a John Dos Passos mientras presumía de estar ocupado cazando elefantes, emborrachándose o

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perdiendo el tiempo de cualquier otra manera. Que todos los creadores son, en primer lugar, ávidos conocedores de la tradición en la que se inscriben se pone de manifiesto también en otras disciplinas, y aquí parece pertinente recordar lo que Bono (el insufrible y muy filantrópico Bono) dijo acerca del arte de escribir canciones y de Bob Dylan: «El mejor compositor es el que tiene la discoteca más grande, y nadie tiene una discoteca más grande que la de Bob». (Bob Dylan le devolvió la cortesía en una ocasión, por cierto. Bono le había dicho: «Bob, tus canciones vivirán por siempre», y Dylan le respondió: «Las tuyas también, Bono, pero ¿quién va a poder cantarlas?».) Al igual que los compositores estudian las creaciones musicales de otros para producir sus propias canciones (donde la apropiación es denominada habitualmente cover, y su forma preferente de estudio es la reescritura) los escritores leen o leemos para saber qué es lo que se ha hecho previamente y cuál es el margen de acción del que disponemos, puesto que toda obra previa señala un camino que no puede ser recorrido ya, abre al tiempo que clausura una vía. Alguna vez (yo era muy joven, y esto sucedía en el barrio pobre de la ciudad pobre del país pobre en el que yo me esforzaba por ser un escritor, a los catorce o quince años de edad) tuve una idea que me pareció magnífica: escribiría acerca de una persona que un día, al despertar de un sueño intranquilo, se veía convertida en un horrible insecto; pero ese camino había sido recorrido ya, y Franz Kafka lo había clausurado al escribir Die Verwandlung, llamada bella (y caprichosamente) por Jorge Luis Borges La metamorfosis en su traducción; cuando alguien (alguien mayor, posiblemente) me dijo que esa historia ya había sido escrita, comprendí por primera vez que el desconocimiento de la tradición literaria podía convertir a un escritor en alguien ridículamente superfluo, en alguien dispuesto a reparar algo que, aunque no lo sepa, ya funciona perfectamente sin su concurso (por entonces no había leído «Pierre Menard, autor de El Quijote», lo que, en el fondo, fue una suerte para los lectores y para mí). De acuerdo con los cálculos del sociólogo Malcolm Gladwell, la creación artística requiere (además de una disponibilidad total siempre subestimada por todos, excepto por las viudas de los escritores, que conocen bien de ella y

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tienden a ser, de forma general, o unas santas o unas perdidas) un mínimo de diez mil horas de práctica. No sé de qué forma llega Gladwell a esta cifra, que (dicho esto para quienes no sean particularmente buenos en matemáticas, como yo) representa unos cuatrocientos dieciséis días de dedicación exclusiva, unos catorce meses: algo más de un año en el que el (sufrido) aspirante a escritor no se alimentase ni hiciese aguas (mayores o menores, poco importa) ni viese teleseries (algo que parece que todos los escritores hacen ahora) ni llamase a su novia o novio o a sus padres para contarles que se está volviendo loco; un año, en fin, en que el escritor no se levantase de su silla ni siquiera para cambiarse la ropa interior y darse una ducha, prácticas estas que nunca deberían subestimarse en la vida de un escritor, en particular si este quiere tener algo de vida pública y uno o dos amigos. La cifra mencionada por Gladwell puede parecer caprichosa y quizás lo sea: los escritores, de hecho, nunca sacamos cuentas, ya que hacerlo podría provocarnos una depresión brutal (en especial si comparásemos el tiempo que hemos invertido en convertirnos en escritores y la compensación económica obtenida por ello, siempre escasa y a menudo inexistente). A pesar de ello, es posible que la cifra real sea más alta. Pongamos por ejemplo mi caso, que es el que mejor conozco: suelo trabajar (al menos) unas cinco horas diarias, todos los días, y hago esto desde el año 1990, lo que supone que he dedicado unas veinticinco mil quinientas horas a la literatura, sin tener la certeza de si me he acercado siquiera un poco al punto en que se domina una disciplina artística como la escritura (posiblemente no). No tiene importancia, excepto para mí y mis (supongo) sufridos lectores; lo que importa es que buena parte de esas veinticinco mil quinientas horas ha estado dedicada a la lectura, a la ampliación de una biblioteca puramente mental (la física ha estado sometida a las impertinencias de las mudanzas de país y a la falta de espacio en las casas donde he vivido) que me ha puesto en la situación incómoda pero muy habitual de buscar en el pasado las líneas directrices de mi trabajo futuro y, en líneas generales, del futuro de la literatura. 2 En ese sentido, y siempre siguiendo el hilo de una argumentación que tal vez sea discutible, parecería haber dos tipos de escritores: los

que hacen explícitas sus lecturas y los que las ocultan; en un mundo hipotético (un mundo hegeliano o fichteano, poco importa), las categorías puras de ambos tipos estarían encarnadas en el ya mencionado Jorge Luis Borges (aunque, como sabemos, muchas de sus lecturas eran falsas o solo guardaban una relación paródica con lecturas reales) y en Charles Bukowski, quien (según la figura del autor que escogió para sí y que cultivó) se habría pasado toda la vida bebiendo y peleando en callejones en lugar de leer. Roberto Bolaño (por fin) habría sido un lector borgeano: su obra literaria tiene, y el propio Bolaño habló de esto en más de una ocasión, una «sombra literaria» que ratificaría, por cierto, la teoría de Ricardo Piglia según la cual el cuento tendría dos temas, uno explícito y otro implícito u oculto. En Bolaño, el texto oculto sería la referencia literaria, la lectura que habría inspirado la escritura del cuento o de la novela. Claro que esta idea admite matizaciones: en primer lugar, que no siempre esa obra literaria es explícita; en segundo lugar, que a menudo la referencia es deliberadamente errónea y está destinada a ocultar el verdadero origen de una obra concreta, cuyo descubrimiento por parte del lector contribuiría al placer que este extrae del texto literario. Una lectura de la obra de Bolaño, incluso la más superficial, permite imaginar una biblioteca por lo menos considerable como clave de acceso a la obra literaria del autor de Los detectives salvajes. Lo más cerca que estaremos nunca de determinar su tamaño y su contenido es la colección de ensayos Entre paréntesis, editada por Ignacio Echevarría. Consideremos de esta colección a los autores que Bolaño menciona cuatro o más veces; su enumeración supone la conformación de una lista, a decir lo menos, heterogénea, compuesta por César Aira, Isabel Allende, Roberto Arlt, Arquíloco, Charles Baudelaire, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Carmen Boullosa, Max Brod, Roberto Brodsky, Charles Bukowski, William Burroughs, Camilo José Cela, Javier Cercas, Miguel de Cervantes, Julio Cortázar, Rubén Darío, Philip K. Dick, Charles Dickens, José Donoso, Diamela Eltit, Alonso de Ercilla y Zúñiga, Macedonio Fernández, Jesús Ferrero, Rodrigo Fresán, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Antoni García Porta, Pere Gimferrer, Witold Gombrowicz, Vicente Huidobro, Franz Kafka, Osvaldo Lamborghini, Pedro Lemebel, Georg Christoph

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Lichtenberg, Enrique Lihn, Rodrigo Lira, Javier Marías, Juan Marsé, Herman Melville, Lina Meruane, Gabriela Mistral, Ana María Navales, Pablo Neruda, Silvina Ocampo, Nicanor Parra, Carlos Pezoa Véliz, Sergio Pitol, Edgar Allan Poe, Rodrigo Rey Rosa, Alfonso Reyes, Manuel Rojas, Pablo de Rokha, Juan Rulfo, Ernesto Sábato, Mario Santiago, Stendhal, Jorge Teiller, Mark Twain, Mario Vargas Llosa, Enrique Vila-Matas, Juan Villoro, Walt Whitman y Juan Rodolfo Wilcock. Sobre esta lista hay que hacer dos observaciones: la primera es que solo comprende las manifestaciones públicas del autor realizadas entre 1998 y 2003; es decir, en su período de mayor visibilidad pública y cuando él participó explícita y deliberadamente en las luchas literarias de su época (en ese sentido, el acceso tardío de Bolaño a la existencia social como escritor nos ha impedido, al menos de momento, conocer qué lecturas lo formaron mediante testimonios contemporáneos de ese período de formación, más allá de los manifiestos infrarrealistas y algunas piezas de circunstancias). La segunda observación a la lista mencionada es que esta tenía una doble función, propia de las listas de influencias y de lecturas que hacemos todos los escritores: por una parte, crear un campo de lectura para la obra propia, que allí se vincularía y obtendría su legitimación de otras obras que le servirían de inspiración y espejo; por otra, ocultar en lo posible las influencias más específicas y más cercanas al autor, ya que estas desvirtuarían la novedad de la obra propia, a la que deben apuntalar. Existe una tercera razón para desconfiar de esta lista: el universo literario de Bolaño es opaco, refractario a la interpretación fácil y a la cuantificación. En ese sentido, el lector de Bolaño debe asumir la actitud de sus propios personajes, que a menudo desconfían de lo que ven y de lo que se les dice que han visto o hecho; de asumir esa actitud (y este es el juego que propongo aquí), deberíamos desconfiar de esta lista por varias razones: está muy acotada temporalmente, presta demasiada atención a la política de la literatura, en la que Bolaño participó activamente, y está incompleta, ya que (para dar mejor cuenta de las lecturas de su autor) debería incluir la referencia a aquellos escritores a los que Bolaño alude en su obra de ficción o en entrevistas, o a aquellos que solo menciona tres veces en Entre paréntesis y que posiblemente ejercieron una

mayor influencia sobre él que algunos de los mencionados antes o le resultaron más afines: Martin Amis, Reinaldo Arenas, Claudio Bertoni, José Bianco, Giraut de Bornehl, Jaime Gil de Biedma, Ernest Hemingway, Eduardo Mallea, Bruno Montané, Augusto Monterroso, Manuel Mujica Láinez, Amado Nervo, Alan Pauls, Octavio Paz, Jules Renard, Arthur Rimbaud, Jaufre Rudel, Marcel Schwob, Jonathan Swift, Juan José Tablada y César Vallejo. Aun así, la lista está incompleta y permanecerá incompleta hasta el oscuro día de justicia en que se produzca la resurrección de la carne y los muertos cuenten su historia (o no). A pesar de ello, creo que tiene cierta utilidad para dar cuenta de una de las características más salientes de la obra de Bolaño y una de las principales dificultades para que esta sea aprehendida por la crítica. La dificultad a la que me refiero aquí no está vinculada tanto con la naturaleza específica de la obra de Bolaño sino más bien con el modo en que esta pone de manifiesto (si acaso de forma paroxística) el desencuentro que se produce en los estudios literarios entre unos escritores que leen por dentro y por fuera de su tradición y unos estudios literarios que, como un resabio de la concepción romántica que identificaba a la lengua con el territorio y a ambos con una literatura «nacional», se limitan a una lengua y a un país. Apropiada, prescriptivamente, la obra de Bolaño es estudiada principalmente por filólogos del español y, de forma específica, por estudiosos de la literatura chilena; sin embargo, su propio mapa de lecturas trascendió claramente el marco nacional e incluso el lingüístico. Si proyectamos las lecturas de Bolaño en un mapa (en un mapa, pienso, como los de los juegos de estrategia a los que el autor era tan afecto), veremos que existen pocas zonas del mapa literario de la tradición occidental que Bolaño no haya conquistado; si distribuimos a los autores de las listas antes mencionadas por nacionalidad (excluyendo a los contemporáneos, cuya inclusión en los artículos de Bolaño a menudo persiguió un interés estratégico antes que el de reconocer una deuda literaria), veremos que la lista se compone de doce argentinos, doce chilenos, ocho estadounidenses, siete mexicanos, seis latinoamericanos de procedencias distintas a las ya mencionadas, cinco franceses, cuatro españoles, tres británicos, tres germanoparlantes y cuatro de otras nacionalidades y lenguas.

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La obra de Bolaño plantea, en ese sentido, dos preguntas habituales para la crítica. En primer lugar, cómo salir airoso del desafío de analizar la obra de un autor que ha leído mucho más que uno y al que le gustaba jugar a las escondidas. En segundo lugar, cómo justificar el currículo universitario y la distribución nacional de las filologías en un momento en el que los desplazamientos físicos de los escritores ratifican un hecho ya conocido: que estos nunca han limitado sus intereses a ámbitos nacionales ni a tradiciones. 3 En su ensayo «El escritor argentino y la tradición», Jorge Luis Borges (el ubicuo Borges, con el que me temo que hemos tropezado ya muchas veces a lo largo de esta tarde, como si los ciegos fuésemos nosotros y no él) afirmó: «la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países». Nuestra tradición, siguió, «es toda la cultura occidental. […] los argentinos, los sudamericanos en general, […] podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas». La suya fue una defensa de la libertad de expresión de los escritores argentinos ante las restricciones que pretendía imponerles el nacionalismo local de tipo gauchesco, hispanófilo o metafísico; con variantes, la pretensión de que un escritor tiene que «reflejar» su país sigue presente no solo en Argentina, y regresa periódicamente en la historia literaria: no solo es una realidad en Europa, donde los lectores prefieren leer escritores que «reflejen la realidad latinoamericana», como si hubiese una sola y la literatura fuese una especie de documental de aerolínea (me permito aquí un inciso personal para recordar la siguiente anécdota, real: a poco de llegar a España después de ocho años en Alemania, donde yo había dejado de ser un escritor público, un agente literario argentino de gran importancia en el negocio me despidió afirmando que «ningún editor español tendría interés nunca en un escritor argentino que escribe sobre Alemania»; saludos a aquel agente, dondequiera que esté en este momento).

La demanda de que un escritor «refleje» su país de origen en sus libros también existe en el interior de ese país, al menos en Argentina, donde se espera que los personajes de una novela utilicen la lengua local aunque sean escandinavos, chilenos o habitantes de Marte; de lo contrario, el autor ya no es «argentino», ya no es «nuestro», entendiendo como «nuestro» al escritor que habla de ladrilleros, habitantes de la periferia de la ciudad de Buenos Aires y a aquel que se limita a la imitación pueril, como si el escritor no crease siempre una lengua privada en el interior de la lengua nacional. Quizás lo mismo suceda en Chile, donde (por otra parte, y al parecer) la literatura nacional posiblemente expulse a los escritores que, como Marcelo Mellado, no parecen dispuestos a cantar las alabanzas del régimen neoliberal del que disfruta el mínimo porcentaje de chilenos que puede pagarse una educación privada, unos libros demasiado caros, unos viajes al extranjero prohibitivos para casi cualquiera. La existencia de esta demanda de que el escritor se limite a ser escritor «de su país» (chileno, por el caso, o argentino) es tanto más paradójica cuanto que asistimos a un período de notable movilidad, con escritores desplazándose de forma permanente y radicándose donde lo deseen, absorbiendo las prácticas literarias locales y transmitiendo las propias; como saben bien, a Bolaño (quien alguna vez afirmó que se sentía «muy chileno, muy español y muy mexicano») le gustaba recordar que los chilenos lo consideraban mexicano, los mexicanos, chileno y los españoles latinoamericano. En esa confusión (que la visión consuetudinaria de la literatura y los lectores ingenuos consideran desventajosa) se encuentra una de las mayores potencias de la obra de Bolaño, que, como hemos visto, no puede comprenderse sin las referencias a la poesía chilena, sin la narrativa argentina, sin los estadounidenses o sin el campo cultural español, específicamente barcelonés. Bolaño propone, en ese sentido, un desafío tácito a cualquier crítico, en particular si ese crítico lee «desde» la tradición nacional o desde el ámbito de su filología debido a lo que Ignacio Echevarría llamó, en un ensayo de su libro Desvíos, el carácter «extraterritorial» de su obra. Que no muchos críticos están a la altura de ese desafío tal vez explique por qué tantas referencias secretas o privadas de Bolaño han pasado

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desapercibidas hasta el momento, como el letrismo de Isidore Isou y Maurice Lemaître que pudo haber inspirado el interés de Bolaño por la poesía visual de Los detectives salvajes y a los que Bolaño menciona solo una vez en Entre paréntesis; la poesía y la novelística beat que pienso que no solo aparece en los paralelos que pueden establecerse entre Los detectives salvajes y En la carretera de Jack Kerouac sino también en su poesía y en el estilo fluido, digresivo, energético y, a ratos, tendiente al éxtasis y a la epifanía de su narrativa (Kerouac no aparece mencionado ni una sola vez en Entre paréntesis, y Allen Ginsberg solo una vez y de pasada); e incluso la referencia a los novelistas alemanes del siglo XX, que nadie a excepción de Bolaño y dos o tres lectores más parece haber leído. Aquí, una anécdota personal más (y prometo que será la última): cuando lo conocí, en Alemania en el año 2000, Bolaño nos preguntó a Burkhard Pohl y a mí qué nos parecía el nombre Benno para un escritor alemán ficticio; le dijimos que nos parecía poco probable; a continuación quiso saber qué pensábamos del apellido «von Archimboldi»; le respondimos que era ridículo. Bolaño, por supuesto, no nos hizo caso (lo que, naturalmente, no afecta en absoluto la enorme calidad y radicalidad de 2666), pero en alguna otra ocasión me habló de cuánto admiraba a Heimito von Doderer, el escritor austríaco aficionado al sadomasoquismo en el que parece inspirada (ahora sí) la figura de Benno von Archimboldi; von Doderer escribió la que posiblemente sea una de las novelas más notables del siglo XX, Los demonios, su ambición, su complejidad, su sentido del humor escurridizo, su presentación del mal y del pecado como asuntos sociales antes que privados la emparenta con 2666 de formas que aún están por estudiar, pero que, en cualquier caso, requieren por parte del estudioso una serie de saberes que la especialización en relación a la tradición nacional inhibe por completo. ¿Cuántos ensayos se han escrito acerca de la importancia que en la obra de Bolaño juegan escritores como Jorge Luis Borges o Pablo de Rokha? La referencia es transparente y puede ser detectada con facilidad por cualquier experto en literatura latinoamericana. ¿Cuántas veces, en cambio, se hace mención al hecho de que el título de la novela póstuma Los sinsabores del verdadero policía guarda una relación enigmática con el del segundo capítulo del libro de Honoré de Balzac Un asunto tenebroso, que

se titula «Los sinsabores de la policía»? Que me conste, solo una vez, a cargo del joven especialista en Bolaño Rubén Arias. ¿Cuántas veces se ha estudiado la posible influencia de von Doderer en su obra (o, por el caso, Günter Grass, con sus frisos sociales fragmentarios, paródicos)? Nunca, que me conste. Un problema similar afecta a la extensa tradición de autores de «vidas ejemplares» de personajes reales e imaginarios que parecen haber ejercido una influencia notable en Bolaño, que el autor (y regreso aquí a lo dicho antes) parece haber ocultado deliberadamente. La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine (siglo XIII), las Vidas imaginarias de Marcel Schwob (1896) y su genealogía posterior (compuesta por los Retratos reales e imaginarios de Alfonso Reyes de 1920, los «doce poetas que pudieron existir» del cancionero apócrifo de Antonio Machado de 1926, las Seis falsas novelas de Ramón Gómez de la Serna de 1927, la Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges de 1935, La sinagoga de los iconoclastas de Juan Rodolfo Wilcock de 1972, Vacío perfecto y Magnitud imaginaria de Stanisław Lem de 1971 y 1973 respectivamente, Señores y sirvientes y Rimbaud el hijo de Pierre Michon de 1990 y 1991 y la propia La literatura nazi en América de Bolaño de 1996, a los que hay que sumar los libros posteriores Los escritores inútiles de Ermanno Cavazzoni, Cuentos rusos de Francesc Serés, Vides improbables de Ferran Sáez Mateu), todas estas obras conforman una serie para cuyo estudio se requiere un conocimiento amplio de varias tradiciones literarias, no todas las cuales son necesariamente accesibles para quien se interesa en la literatura hispanohablante o latinoamericana. A diferencia de buena parte de sus contemporáneos (lectores y escritores, aunque ambos son lo mismo, como ya he dicho), Bolaño no dio la espalda a Borges y se benefició de la libertad formal y temática que Borges nos otorgó, como un dios magnánimo, a todos los escritores latinoamericanos. Esa libertad de leer y escribir lo que queramos es uno de nuestros patrimonios más valiosos y debe ser defendido, aunque supongo que la literatura no necesita realmente que nadie la defienda, excepto mediante su ejercicio. Al hacerlo (es decir, al beneficiarse de una libertad que los nacionalistas refutan), Bolaño trascendió las limitaciones de su tradición nacional de pertenencia al tiempo, esta señalaba que los

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estudios literarios deben trascender si quieren contribuir a la comprensión de la obra de un autor, y no sencillamente de lo que hay en esa obra de «tradición nacional» (lo que quizás requiera que recordemos la afirmación del propio Bolaño, inteligentemente citada por Wilfrido H. Corral en su libro Bolaño traducido: Nueva literatura mundial, acerca de «la necesidad de una, llamémosla así, nueva crítica», algo que en su última entrevista consideró «urgente en toda Latinoamérica»). Pienso que casos como el de Bolaño hacen más fácil defender la importancia de esos estudios, unos estudios que trasciendan los límites estrechos de la lengua y del territorio para acompañar al escritor en un vagabundear que (como hemos visto en el caso de Bolaño) no es solamente nacional. Al hacerlo, Bolaño obtuvo para sí una libertad inaudita a la que solo un imbécil o un nacionalista podría querer renunciar (si es que ambos no son la misma cosa) y se convirtió en aquello a lo que todo escritor debería aspirar: un escritor sin patria, un escritor sin tradición, un escritor que es su propia tradición, con su cartografía y sus fronteras móviles. En el origen de esa libertad están tanto una convicción adquirida como una biblioteca que todavía no ha sido convenientemente estudiada y a la que es (pienso) imprescindible acceder si queremos que Bolaño sea algo más que un misterio tutelar. Al respecto (es decir, acerca de cómo se puede salvar una biblioteca de autor), me gustaría contar la siguiente historia. Algún tiempo atrás, una joven estadounidense llamada Annecy Liddell compró por un dólar en la magnífica librería neoyorquina The Strand un ejemplar de segunda mano de la novela de Don DeLillo Ruido de fondo. Al llegar a su casa, descubrió que su antiguo propietario había apuntado su nombre en una de las primeras páginas y había llenado el volumen de anotaciones, particularmente de las palabras «no» y «boring» (aburrido). Liddell dejó unas palabras en su muro de Facebook avisando al antiguo propietario del libro, un tal David Markson, que se había reído mucho con sus notas. Muy pronto llegaron los primeros mensajes: aunque Liddell no lo sabía, David Markson no era un lector común sino un autor estadounidense de novela experimental que había muerto algunos meses antes y que gozaba de un reducido pero conmovedoramente duro círculo de fans, el más famoso de los cuales fue un escritor estadounidense llamado David Foster Wallace.

La historia se vuelve interesante a partir de este punto: tras realizar ese descubrimiento, los lectores de Markson decidieron tratar de reunir sus libros para determinar cuáles habían sido las principales influencias y las lecturas preferidas del escritor; comenzaron a utilizar la red para coordinar viajes a la librería en busca de ejemplares, publicaron listas de sus adquisiciones, escanearon sus notas y procuraron disuadir a aquellos compradores de la librería que solo estaban interesados en las obras y no en las notas de Markson, realizando turnos en el horario de apertura de la librería. También procuraron esclarecer cómo toda la biblioteca de uno de los escritores más sofisticados de su tiempo había terminado en cajas de a un dólar el ejemplar. Buena parte de esa biblioteca, y lo que ella tenía para decir de su antiguo propietario y de su obra, se salvó de esta forma y ahora sabemos un poco más acerca del extraordinario David Markson gracias a esos lectores. En su tarea, desinteresada, amorosa (en su esfuerzo por recoger el cadáver del amigo en el campo de batalla para darle sepultura, aunque una sepultura que prolonga su existencia entre los vivos), hay una enseñanza que creo que es útil para el caso de Roberto Bolaño, que fue (y nunca lo ocultó) un lector principalmente, y esta enseñanza no debería ser desaprovechada por nosotros mientras estemos a tiempo.

Moss

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Rose Moss: Narrando a Sudáfrica desde el otro lado del Atlántico Presentación

Rose Moss nació el seno de una familia inmigrante en el año 1937, en la ciudad de Johannesburgo. En 1956 debutó como narradora en el primer número de la revista literaria The Purple Renoster, editada por el afamado poeta y crítico Lionel Abrahams. Esa revista se convertiría, a partir de ese mismo año, en una plataforma de difusión de nuevos autores negros, como Oswald Mtshali y también Mongane Wally Serote, en el contexto de división de una Sudáfrica que vivía bajo el apartheid. De este modo, Rose Moss integra una generación marcada por Abrahams, por esa revista y ese año, en lo que se conoce como la Escuela de Johannesburgo. El año siguiente, como estudiante de la Universidad de Witwatersrand, Moss ganó el primer premio literario del festival de

todas las artes. El jurado que la distinguió estaba presidido por Nadine Gordimer. En 1964 emigró a Estados Unidos y desde entonces continúa su carrera literaria en ese país. Publicó su primera novela, The Family Reunion, con Scribner’s en 1974, año en que también fue finalista para el premio nacional de literatura de Estados Unidos. Posteriormente ha publicado la novela The Terrorist en 1979, y luego una compilación de textos de no ficción titulada Shouting at the Crocodile, publicada en Beacon Press el año 1990. Este libro refleja por medio de testimonios, crónicas y documentos uno de los últimos juicios por traición en Sudáfrica, antes de la llegada de la democracia. Desde la década de los setenta es la encargada de reclutar nuevos talentos literarios de

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Sudáfrica para la publicación World Literature Today; ha contribuido también como periodista con diversas publicaciones en Estados Unidos, tales como Atlantic Monthly, The New York Times, The Boston Globe. Su narrativa ha sido recogida por prestigiosas publicaciones de ese país, entre ellas The Massachusetts Review, The Prairie Schooner y Other Voices. Su cuento «Exilio» ganó el premio Quill en 1971, lo que le valió ser incluida ese año en una antología de los mejores cuentos del país. Actualmente es editora asociada en Harvard Review, dicta talleres de narrativa en la Escuela de Derecho de Harvard y en la Fundación Nieman para el Periodismo de la misma universidad, y es integrante activa del Pen Club de Estados Unidos.

Conferencia

Cara contra cara: literatura versus periodismo Rose Moss

Durante veinte años enseñé en la Fundación Nieman escritura creativa –ficción, no-ficción literaria, memorias– a periodistas que estaban a mitad de su carrera. En la Fundación hay una casa donde los becados se juntan y discuten acerca de cómo se hicieron periodistas y hablan de los logros de sus carreras. El trabajo en conjunto y las conversaciones personales suelen estimular amistades para toda la vida, algunas con funcionarios, además de las entre pares. Entre 1979 y 1980 la esposa del curador inventó mi puesto de trabajo. Convenció a su esposo y a Harvard de que el cincuenta por ciento de los becados tenían que ser internacionales. Hasta entonces el grupo consistía en una mayoría importante de becados norteamericanos y un becado sudafricano cada año, sumado a algunos otros internacionales. Ella convenció a todo Harvard de que, con el permiso de algunos profesores importantes, las parejas de los becados debían tomar algunos cursos y hacer otras actividades, igual que los becados. Y convenció a quien fuera necesario de que los becados tenían que tomar cursos de escritura creativa, y dictó por muchos años esos cursos. Luego su esposo murió, pero la Fundación siguió poniendo en práctica esas ideas. En 1992 dicté un curso de escritura en el programa de Harvard llamado Continuing Education, y un becado Nieman lo tomó, aunque era

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uno de los pocos programas en que se suponía que los becados no tomaban cursos. La primera tarea que les di fue que escribieran «una historia que no puedan contar». Quería que se tentaran. El becado escribió una buena historia, nos hicimos amigos y me sugirió que podía enseñar en la Fundación. Habló con el curador para que me invitara, pronto estaba hecho y me quedé, enseñando principalmente a becados internacionales, incluyendo algunos de Chile y de otros países de Latinoamérica. Ha sido un gran aprendizaje. Al principio de cada semestre me presentaba ante potenciales estudiantes y describía el curso diciendo que sus objetivos principales eran aprender a mentir y a robar. A mentir, porque mucha ficción no es verdadera a los ojos de los periodistas, y a robar, porque muchas historias son versiones de otras más antiguas, por ejemplo, de las historias que nuestros padres nos contaban cuando éramos niños. Géneros completos como la ciencia ficción, la ficción histórica y la fantasía desaparecerían si tuvieran la obligación de ser verdaderas, en el sentido en que lo entiende un periodista. Edith Pearlman escribió un cuento en que un escritor de viajes inventa los lugares sobre los que escribe. Estoy bastante segura, en ese caso, de que inventó al escritor de viajes, pero la cosa no termina ahí, y a veces las personas inventan hasta noticias de primera plana. Esperaba provocar un poco, tomar a mis estudiantes por sorpresa. Antes de enseñar en la Fundación Nieman trabajé en una consultora que pretendía enseñar creatividad, principalmente a empresas. Me sorprendió que, para mucha gente, cualquier idea que pareciera nueva llegaba acompañada de una sensación de riesgo e ilegitimidad. Las ideas riesgosas traían problemas y había que ocultarlas. En las sesiones de lluvia de ideas los clientes hacían confesiones que parecían clichés estúpidos e inofensivos, pero en vez de tomarlos con humor, como ameritaban, concluían agregando: «No le vayan a decir a mi jefe», e incluso me tocó escuchar: «me muero si mi esposa se entera». Conecté este fenómeno con otro trabajo que hice años antes de la consultoría. Como verán, estoy contando mi propia historia al revés, porque así es como aprendemos historia, primero X y luego lo que ocurrió antes de X, que nos ayuda

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a entender X. Ese trabajo anterior era estudiar a Piaget, quien se dio cuenta de que los niños se enfrentan a un problema de manera distinta a diferentes edades. Si vertemos, ante un niño de dos o tres años, agua de un vaso alto y estrecho a uno bajo y ancho, no creerá jamás que en ambos hay la misma cantidad de agua. Uno puede hacer malabares con los vasos una y otra vez, pero hasta como los siete años el niño no lo entenderá. Un niño de menos de siete piensa también que una persona que bota una bandeja por accidente y rompe cinco vasos es más malo y merece un castigo peor que él mismo, que rompió solo uno, pero a propósito. Después de los siete, los niños negocian los castigos y aprenden que estos se pueden evitar. Dios está, a veces, dormido, y es momento de salirse con la suya. De Piaget aprendí que la creatividad viene acompañada de una sensación de riesgo, y que experimentamos las ideas nuevas como peligrosas, prohibidas e incluso inmorales. Quería que mis estudiantes se atrevieran a ser inmorales, al menos en el pensamiento, si no era posible que lo fueran también en la vida. Y empecé a pensar que las historias guían a las personas hacia el aprendizaje y el crecimiento y nos hablan de lo que significa aprender. Huckleberry Finn es un ejemplo, en especial sus discusiones con Jim –un esclavo que intenta escapar– sobre si el mundo fue creado o simplemente ocurrió, sobre la legitimidad de «tomar prestada» una fruta de las granjas al pasar; y, por supuesto, lo es también la lucha de Huck consigo mismo, preguntándose si traicionar a Jim porque sería injusto con su dueño ayudarlo a escapar. La Elizabeth Bennet de Jane Austen, comienza rica y hermosa, condenando a Darcy por ser orgulloso y prejuicioso y, a través de la acción de la historia, descubre que ella misma está plagada de prejuicios, y que la disposición distante de Darcy es legítima. Ambos aprenden que el amor trasciende el orgullo. Etcétera, etcétera. Una y otra vez la ficción se nos presenta con personajes que ordenan a las personas y los problemas según estrictas cadenas de oposiciones. Al ver sus órdenes desafiados, aprenden a replantearse sus propios presupuestos. A veces terminan en el lugar contrario al del comienzo. A veces van hacia el lugar contrario y vuelven a donde partieron, pero entendiendo las cosas de forma distinta.

Sigo a Coleridge. En su Biografía literaria contrasta imaginación y fantasía, y reconoce lo propio de la imaginación en la reconciliación de los opuestos. Esa reconciliación es entre fuerzas, y es irrelevante si los hechos son reales o no. En la obra En busca del tiempo perdido, casi todos los personajes y situaciones corren en paralelo a la vida del autor. Cuando era niño, el narrador solía andar por los caminos con su padre. Uno de esos caminos es el de Swann, en el primer volumen, y ahí se encuentra ciertos personajes. El otro es el de Guermantes, en el tercer volumen, atado a otro grupo de personajes. Luego de varios volúmenes, siete en total, en los que Proust muestra el desarrollo de cada reparto en el tiempo, una enorme exploración de las pasiones y la sociedad humana y su naturaleza, el narrador descubre, para su sorpresa, que ambos caminos se cruzan. Se siente, cuando uno lee, como una epifanía, una reconciliación entre opuestos enormes. Pero se necesita todo ese texto interminable para hacernos sentir que se trata de nuestra propia verdad y la del mundo, y no de un mero acto de cartografía, un punto específico trazado en un mapa. Ese era el camino que quería para mis estudiantes: que aprendieran a reconocer y escribir trabajos de imaginación. He hablado un poco de las ideas que tenía sobre la escritura antes de codearme con periodistas. Ahora viene lo que aprendí sobre ellos en la Fundación Nieman. Primero, y seré clara, me siento feliz de declarar que muchos periodistas son amigos míos, pero no sé nada de periodismo. He publicado un poco de no ficción, escritos de opinión y de viajes, y un libro sobre dos acusados en un importante juicio por traición durante los últimos años del Apartheid en Sudáfrica, pero nunca he ejercido como periodista. Déjenme decir también que, tal como muchas personas que conozco, me apoyo enormemente en el periodismo para hacerme una idea de lo que está pasando, así como en las ideas de muchos periodistas que filtran la información al comentarla. Tengo un profundo respeto por las diferentes disciplinas del buen periodismo: confirmar lo que se dice con evidencia, buscar múltiples fuentes para poder corroborar la veracidad de una noticia. Y respeto el trabajo, a veces tedioso, de ordenar datos numéricos o leer documentos llenos de una espesa jerga profesional, que, en una vuelta inesperada, terminan

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por ser detalles iluminadores en el contexto de la narración. A veces requiere enorme imaginación, como cuando se necesita descubrir quién tiene y otorga información sobre temas que otros preferirían que se quedara en lo oscuro. El buen periodismo deja claro por qué los temas que trata son importantes. Pienso en periodistas como Charlie Savage, que solía trabajar en The Boston Globe y ahora está en The New York Times. Él reporteó sobre las torturas que perpetró el gobierno de Estados Unidos, y dejó claro que su preocupación era que la práctica de la tortura amenazaba con destruir el sentido del proyecto norteamericano para sus ciudadanos y el mundo. Me siento sobrecogida y agradecida hacia los periodistas que arriesgan la vida y la libertad para contar historias que consideran importante dar a conocer. Como saben, este oficio se ha vuelto peligroso. Muchos de esos periodistas valientes pasaron por la Fundación Nieman y fue un privilegio conocer a algunos. No todos salieron ilesos. Un asunto triste. Y las historias por las que sufrieron no siempre tuvieron un efecto fuera del que causaron sobre ellos mismos. Respeto profundamente, admiro a los periodistas que se dedican a destapar el sinsentido y el crimen, sirviendo al interés público. Poseen una voz clara, humana e individual, además de pasión y un punto de vista. Eso me produce confianza tanto en el periodismo como en la escritura creativa: la voz de un ser humano. Se habrán dado cuenta, gracias a este aparte, que me toca ahora explicar lo que encuentro extraño, o al menos enigmático, del periodismo. Me tomó por sorpresa, en la Fundación, aprender sobre la pirámide invertida. Me pareció que a los periodistas se les enseñaba a contar historias al revés. Primero el punto crítico de una noticia y luego lo que lleva a ese momento. Primero la respuesta, luego la pregunta. El titular o la bajada dicen todo lo que uno necesita saber. También empecé a darme cuenta de que el estilo periodístico dominante en Estados Unidos se concentra, principalmente, en unos cuantos políticos y celebridades que están expuestos de manera constante a la televisión y las cámaras; luego, en un círculo más amplio de otras especies de personajes «importantes», como cierta gente que detenta cargos de medio rango, o los presidentes de grandes compañías, de los cuales

tenemos pocas o ninguna imagen; y en tercer lugar, en fuerzas abstractas como «la economía», «la ciencia», «el Medio Oriente», e ideologías como «el socialismo» o «el fundamentalismo islámico». Sobre estos personajes, incluso aquellos que conocemos a través de imágenes, como Clinton, Obama o Boehner, sabemos muy poco en el sentido sensorial. Por decirlo así, no tienen cuerpos. Y pocas emociones. Sería imposible hacer farándula sobre un romance entre «el sistema de reserva federal» y «la historia latinoamericana». Sería más fácil hablar de esos temas si, como ocurre ahora en la ficción, todos de golpe se volvieran vampiros. Al menos podríamos estar seguros de que chupan sangre. Dejando las bromas quiero decir que estoy empezando a pensar que, al no presentar personajes humanizados y tangibles, los periodistas alimentan malos hábitos en la audiencia. Los que consumen ese periodismo se enfrentan con simplificaciones e idealizaciones totalmente lejanas a la realidad. Por un lado están los «buenos» y, por el otro, eternos estereotipos que intentan desesperadamente establecer la maldad de los «malos». Durante la invasión a Irak, escuché a periodistas respetados hablando de los aliados de Estados Unidos como los «buenos» y de sus oponentes como los «malos». Quedé un tanto escandalizada. Por el lenguaje infantilizado, y por el pensamiento preadolescente que subyacía. El lenguaje de los buenos y los malos no deja lugar para la ambigüedad, el misterio humano o la empatía. El idioma de la imaginación es más sutil y atraviesa, como una sensación visceral, todo el cuerpo húmedo y la frágil piel. Comencé a pensar que la audiencia, al necesitar figuras públicas que pudiera imaginar, desarrolla lo que Wordsworth, en su prólogo a las Baladas líricas, llamó «un apetito depravado por la estimulación ilimitada». En nuestros tiempos ese apetito se convierte en una enorme, sobrecogedora, un tanto lasciva curiosidad por la farándula. Al menos los famosos parecen humanos. El tipo de periodismo del que hablo, temas sin personaje y personajes sin cuerpo, busca anular su voz humana. Especulo que se justifica con la intención de ser imparcial. Muchos periodistas creen que ser neutros es ser imparciales. Confieso que, como muchos escritores, me he servido del periodismo en mi ficción. Escribí una

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novela, El terrorista, también llamada El profesor de colegio, en Sudáfrica, sobre hechos que supe gracias a una noticia. Otros escritores han usado historias que encuentran en el periódico y algunos, como Dickens o Tolstói, practicaron ellos mismos el oficio y desarrollaron buenos hábitos de observación y pensamiento al hacerlo. Como a los periodistas, a los escritores creativos les interesa la violencia y el sexo, y cualquier gesto que vuelva significativos los sentimientos y los hábitos. Buscamos lo que carga a esos gestos de sentido en la vida y en la sociedad, e intentamos darles a los lectores placer al reconocer y comprender la forma en que actúan los personajes. En su gran novela Casa desolada, Dickens muestra a un joven temerario que atrapa una moneda que alguien le lanza. La hace girar en el aire, la muerde y la guarda en el bolsillo. Conocemos a ese personaje, sabemos cómo vive y siente y podemos predecir lo que haría en otros contextos. Sabemos lo que significa ese gesto, aparentemente irrelevante. A veces veo periodistas que escriben como novelistas. Recuerdo en particular un artículo de Joseph Lelyveld, de diciembre de 1965, que me hizo pensar que había aprendido de Dickens. Reporteando desde Sudáfrica, describía a un grupo de blancos arrestados por entrar en un área negra, un área seca y desolada en el veldt con casas de barro y casonas de metal corrugado, rodeada de cercas de alambre de púas. Era Navidad y habían llevado comida, ropa y juguetes. Su crimen fue entrar al área negra sin la documentación correspondiente. En términos generales, aprendí que el periodismo y la escritura creativa tienen diferentes objetivos, además de las obvias diferencias en el estilo y la estructura. Para los periodistas, me di cuenta, el premio es una primicia. No hay primicias en la ficción o en otros tipos de escritura creativa. La primicia adquiere su valor al tener un efecto en la gente, en las políticas y en la forma en que se están haciendo las cosas. Es un instrumento de poder social. El premio para quienes expusieron los intentos de Nixon de falsificar los resultados de las votaciones fue que el presidente renunció. A veces la escritura creativa hace que pasen cosas. Harriet Beecher Stowe, autora de La cabaña del tío Tom, produjo tanta empatía por un esclavo negro que Lincoln la culpó de la guerra

civil. Pero en su conjunto, la escritura creativa no cambia nada. Ni siquiera lo intenta. Los periodistas dicen poner la verdad primero, y encontrarla en lo que llaman los hechos. A los escritores creativos les interesa, a veces, la sensación que produce el hecho, la forma en que sucede, pero no les interesa como estatuto de verdad. Un reportero una vez le preguntó a Edward Jones, el autor de El mundo conocido, de dónde sacaba las estadísticas que aparecen en su historia de un negro esclavista en la década de 1840. Él contestó: «las inventé». En una conversación conmigo, Jones dijo que la ficción va «de corazón en corazón». Esa es la verdad que nos importa. Esas diferencias me recuerdan una de las historias de mi padre, de los días en que la radio era nueva. Un hombre, Dov, en una aldea de Europa del Este, le preguntaba a otro, llamado Moishe: –Dígame, ¿qué es este aparato que llaman radio? Moishe respondía: –¿Conoce el telegrama? – Claro. Usted tira de la cola de un perro en un lugar y ladra en otro. Moishe decía: – Exacto. La radio es tal cual, pero sin perro. Traducción de Cristóbal Riego

Corral

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Atención a la filología Presentación de Daniel Astorga

Trataré de ser breve y resumir algunos puntos importantes en la extensa obra de Wilfrido Corral. En las siguientes líneas quisiera decirle a nuestros estudiantes cuáles son las cosas que debemos rescatar del trabajo del profesor Corral, quien se ha preocupado a lo largo de su carrera de la condición de los estudios literarios y de la labor de los estudiantes y académicos de la literatura. Su crítica a nuestro campo puede ser muy constructiva si somos introspectivos sobre nuestro quehacer diario, nuestra manera de hacer crítica y nuestra posición de lector y crítico. Leer la obra crítica del profesor Wilfrido Corral es un ejercicio recomendable y saludable para todos quienes deseen realizar estudios literarios, sobre la producción tanto hispanoamericana como mundial.

Una de las cosas que hace tan nutritivo su trabajo es su pasión por algo que todo estudiante de literatura debiese tener: pasión por la lectura de las obras, por un acercamiento al texto y por un intento de entenderlo en su contexto literario, es decir, por el trabajo filológico. En gran parte de su trabajo crítico, Corral nos ha recordado que el texto literario es lo más importante para un estudioso de la literatura. Su libro Empire’s Theory: An Anthology of Dissent se atreve a realizar un ejercicio titánico y temerario: compilar una serie de artículos de distintos críticos literarios, lingüistas, sociólogos, filósofos, entre otros, para hacernos entender que los estudios literarios y la academia estadounidenses se han obsesionado con la Teoría –con «t» mayúscula– y han dejado de

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lado lo que es verdaderamente importante en nuestro trabajo: el texto literario. El diagnóstico muchas veces es acertado. Los programas de posgrado en Literatura (comparada, inglesa, española, francesa, portuguesa, etcétera) se han preocupado más de enseñar a sus estudiantes distintas teorías sobre la literatura –impartiendo clases sobre los cuatro jinetes del Apocalipsis (Lacan, Foucault, Derrida y Gramsci, más el posestructuralismo, posmodernismo, poscolonialismo, materialismo dialéctico, estudios queer, estudios subalternos)– que de enseñar la literatura misma o, como señala Corral: «Hemos teorizado más (y peor) sobre la teoría y nos hemos olvidado del texto». Esto ha mermado el tiempo y las energías invertidas en la sala de clases y en el campo intelectual en pos de un entendimiento de estas teorías, que muchas veces son un ejercicio más de aproximación al texto y, por lo tanto, un medio para acceder a él, pero no el fin del ejercicio de la crítica literaria. La solución de Corral frente a tanta jerigonza y pirueta epistémica de los defensores de estudiar la teoría la encontramos en su labor de crítico literario. Sus trabajos no se obsesionan con una aproximación al texto como un artefacto cultural, sino que buscan adentrarse en él como un detective que debe investigar las huellas del acervo literario y cultural que cada autor va dejando a medida que las palabras se implantan en la dimensión de la página. El trabajo filológico es de lectura

minuciosa, un ejercicio que activa las diferentes claves que conectan el texto consigo mismo, con su historia literaria y con su campo cultural. Véase, por ejemplo, la lectura que hace Corral de Roberto Bolaño en el engranaje de la literatura hispanoamericana y mundial. Para analizarlo, no fue necesario insertar el texto dentro de una teoría de la subalternidad y la frontera, o pasarlo por el colador del materialismo dialéctico o de algún «pos-» y, de este modo, obtener una lectura de Bolaño convincente para la academia. NO. Los estudios literarios comprenden diferentes dimensiones, donde el texto es central, y el autor es parte importante de su clave de lectura. Por lo anterior, Corral entiende a Bolaño desde su teoría narrativa, teoría diseminada en sus distintos textos literarios pero también en los ensayos y críticas que el autor de Los detectives salvajes escribió a lo largo de su carrera. Ahora bien, esto no quiere decir que nos olvidemos de las teorías y las archivemos, pero sí que estas deben ser autocríticas, y ver su asidero en el mundo y en la producción textual. De esta manera podrán ser un aporte, una aproximación al texto válida como otras aproximaciones igualmente verdaderas. Frente a la crítica norteamericana, dedicada a leer la literatura de esta parte del continente en desconexión de su mundo y tradición (y también de su academia), Corral responde con filología y una atención constante a la figura de la escritora o el escritor como crítica o crítico. Para

nuestro invitado a la Cátedra Abierta, los autores y autoras que se han desdoblado con trabajos críticos y teóricos representan una fuente esencial para el análisis de las relaciones literarias del autor en su campo. Así, el profesor Corral se ha detenido y comentado sobre la obra crítica de autores como Vargas Llosa, el mismo Bolaño, Cortázar, nuestros colegas Alejandro Zambra y Álvaro Bisama, entre otros. Estos trabajos son esenciales para la labor filológica en cuanto dan luces a las teorías literarias particulares que se constituyen en cada obra de cada autor, o a cómo se imaginan estos autores en la red de relaciones literarias locales y globales. Esto nos enseña que la crítica se construye desde el interior del texto estudiado hacia fuera, y no al contrario. El trabajo filológico también nos podría dar una solución a la dependencia teórica americana y europea en los estudios de la literatura hispanoamericana. Su diatriba contra los estudios culturales (que muchas veces de «estudios» tienen poco, salvo excepciones), hace mención a la dependencia que tienen los estudios hispanoamericanos de las últimas modas de Europa y Estados Unidos en cuanto a la teoría. Sin embargo, desde lo escrito por nuestro autor en diversos textos que tratan sobre los estudios literarios hispanoamericanos, podemos pensar que la mejor manera de responder a la dependencia y a los «malos» estudios culturales es recuperando la lectura del texto y la producción de una teoría

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propia que el autor hace basándose en el campo literario con el cual dialoga. Nuevamente se nos invita a pensar la literatura no solo como una producción cultural, sino que estética. El retorno a la filología, el amor a las palabras, esa es la invitación que nos brinda el profesor Corral. Su análisis de nuestra literatura hispanoamericana es su carta de presentación a entender desde el texto y desde Hispanoamérica la creación literaria. Nuestros estudiantes podrán ponderar los beneficios de la lectura acuciosa cuando comiencen a observar los estilos, la teoría sobre el género en particular inscrita en la obra y sus redes literarias. Verán que su crítica se nutrirá de otras dimensiones, que la pura teoría no podría dar, y que se enriquecerá su capacidad lectora y su entendimiento de la escritura de un texto.

Conferencia

(Des)andanzas de los nuevos 2.0 y su no ficción Wilfrido H. Corral

Entre sus Papeles de Recienvenido, Macedonio Fernández –en lo que Ana María Barrenechea estudió como el «humorismo de la nada»– deja un texto inconcluso diciendo «Cerrado el artículo por ampliaciones». En otro, llamado «El neceser de la ociosidad», asevera «tengo ya clientela hecha para mis promesas de obra», y luego termina afirmando «Con estos datos ya se ve que puede cualquiera anunciar con confianza mis estudios; no fallará su incumplimiento». Como sugiere Ignacio Bajter, las verdaderas teorías salvajes novelescas o novelísticas son las que Macedonio desordenaba en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Hacia fines del mismo siglo, su discípulo más aplicado, Roberto Bolaño, postulaba de varias maneras y en diferentes géneros que la crítica no tiene remedio. El Archivo Bolaño 1977-2003, exhibido el año pasado en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona, concluye con un poema en el que la voz poética cuestiona la capacidad de un crítico para entender la poesía, y aconseja: «No creáis a los críticos, leedlos/ si no tenéis más remedio/ pero no les creáis una sola palabra». En el espacio temporal que existe entre el argentino y el chileno el contrato social entre autor, obra y lector ha cambiado inmensa e irrevocablemente, como sabemos, y no siempre para bien. Estamos en un momento en que la práctica y la teoría de los medios son ubicuas

y amorfas, y a la vez más necesarias que nunca, aunque más de una teoría está atrapada en sus paradigmas, obsesionada con los descubrimientos semanales. Aquí quiero hablar de la práctica de la no ficción, cuyo soporte principal sigue siendo la escritura, porque cuando la atención de los autores o críticos se concentra en paradigmas y tecnologías que no sobreviven a los años, se puede dejar colgados a los lectores y su contrato mimético con la obra de los autores. Específicamente, hablo de la no ficción de los narradores hispanoamericanos recientes, los nacidos entre 1950 y mediados de los setenta, que para acelerar su identificación con una nomenclatura más afín a la mayoría de ellos, llamo Nuevos 2.0. Para tener una idea de su gama, del conocimiento que se tiene de ellos, de los cruces discursivos de su escritura y las discusiones concomitantes, piénsese que, casi por sí solas, la revista Dossier y la colección Huellas de Ediciones Universidad Diego Portales proveen un canon renovado y necesario de esa no ficción. También se puede deducir las ideas encontradas de cómo se conceptualiza esa práctica mediante las recientes obras Antología de crónica latinoamericana actual y Mejor que ficción: crónicas ejemplares, compiladas respectivamente por Darío Jaramillo Agudelo y Jorge Carrión. Ambas fueron publicadas en España en 2012, hecho que previsiblemente permitió a la prensa española volver a enamorarse del término boom. Las ventajas y desventajas de esos volúmenes hacen parafrasear a Macedonio, y preguntarse si son las primeras compilaciones malas o las últimas buenas. Dedicarse plenamente a ellas implicaría cotejarlas con las antologías que existen en nuestro continente, y forzosamente a consideraciones sobre nacionalismo y cosmopolitismo, como si fueran categorías excluyentes, o nuevas. Piénsese, por ejemplo, en las crónicas neoyorquinas de José Juan Tablada, o en las de Martí, y por supuesto en cómo estos, así como Darío y el guatemalteco Gómez Carrillo escribieron desde sitios que no eran los suyos, abriendo las puertas modernistas al cosmopolitismo del siglo que les siguió. Las conexiones, implicaciones y en particular lo que llamó la «circunstancia socioeconómica de un arte americano» de esa práctica fueron señaladas por Ángel Rama en Rubén Darío y el modernismo (1970) y en la colección póstuma Las máscaras democráticas del modernismo (1985),

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mostrando que, tal vez a diferencia de hoy, no siempre se viaja por el mundo para encontrar tópicos aburridos. En una revisión de algunas ideas anteriores a la República mundial de las letras (2001), Pascale Casanova sostiene que la concurrencia entre naciones contribuye a forjar diferencias y espacios nacionales de poder que definen su lugar en la estructura mundial (18-21), haciendo que una literatura menor se fortalezca con todo lo que tenga que ver «con la definición nacional, la historia nacional, el honor nacional» (22). Peter Morgan actualiza esa noción aseverando: «La nación, en un momento tan poderosa y positivamente valorizada, ya no provee el marco definitorio para la erudición literaria como secuela del posestructuralismo y estudios poscoloniales» (68). Es de rigor recordar que los textos que examino pasan por varias redacciones, parcialmente superpuestas, con acotaciones sueltas correlativas, que hacen que quizá ninguna versión o apostilla sea definitiva, sobre todo cuando el computador permite un infinito «corte y pega». Por eso vale tener en cuenta que por cada obra inacabada que fascina hay numerosas otras que sí se han completado. Para dar otra idea más de cómo el registro de esa prosa se convierte en una tira de Möbius, hay en la red un directorio de Escritores No ficción en Venezuela, cuya existencia me parece curiosa y desafiante en este momento histórico, y no sé de otro registro similar en el resto de las Américas. Por supuesto, hay antologías nacionales del ensayo. Pero también sé que la representación venezolana de entresiglo, como la ecuatoriana, nicaragüense o paraguaya, es casi inexistente en las recopilaciones convencionales del género durante el siglo pasado, aun considerando que hoy es obligatorio desasociarse de lo presuntamente antiguo y necesario evitar polémicas con poses y trapos sucios académicos. Si en algo se asemejan los Nuevos 2.0 a sus antecesores inmediatos es en su atención a la no ficción y sus avatares, entre estos, aquellos que, si uno se guía por categorías genéricas habituales, se estudian como artículo, crítica, crónica, discurso, ensayo, informe, nota, opinión, perfil, prólogo, reportaje, reseña y testimonio. La práctica va más allá de cualquier interés estético, y frecuentemente es una fuente de ingresos, tal vez mayor de lo que fue a veces para sus maestros, cuando estos estaban en similar etapa de sus carreras. Si un recorrido somero de la crítica

académica pertinente revela que se ha estudiado las crónicas literarias de la mitad del siglo XX en adelante desde su desplazamiento genérico, también es cierto que esto se hace con demasiado énfasis en su relación con el New Journalism estadounidense de los sesenta o con el «testimonio» politizado del último tercio de ese siglo. No es sorpresivo, pues, que los especialistas no quieran ver cómo las variaciones del discurso ficticio y el «real» se nutren de sí mismas, a pesar de que los narradores hacen todo lo posible para mostrar la validez de su empeño por confundirlas. Naturalmente, los tiempos y los públicos cambian y, por extensión, algunas suposiciones de los autores sobre sus mensajes y el cómo transmitirlos. ¿Cómo entonces jerarquizar la producción y determinar el público, cuando muchos de los Nuevos 2.0 publican continuamente en periódicos y revistas que tienen sitios en la red, o cuando varios de ellos tienen blogs? ¿Cuántos, por ejemplo, consultan el blog Moleskine®literario del peruano Iván Thays, u otros similares? Debido a que las posibilidades estéticas y narrativas de los nuevos medios, a las que volveré hacia el final de esta conferencia, no son evidentes de inmediato, se podría creer que una manera de establecer valores es limitarse al prestigio de las publicaciones impresas donde aparecen aquellos escritos. Ese enfoque equivaldría a un análisis de la endogamia. Como desarrollo a continuación, el medio solo puede dar un mensaje, no grandes distinciones respecto a los narradores, especialmente en un momento en que la privacidad se está convirtiendo en lujo por medio de los anzuelos de las redes sociales, porque cuesta mucho tiempo y dinero evitar a los hackers, o cuando un sitio como Beacon le pide a sus lectores financiar a periodistas independientes, lo cual es crear un modelo mediante el cual los lectores pagan por la obra que les gusta. En La estructura de las revoluciones científicas (1962) Thomas S. Kuhn ilustra cómo no las condiciones de la innovación intelectual no se encuentran en individuos excepcionales, sino en coyunturas particulares de circunstancias sociales e intelectuales que desestabilizan las estructuras existentes del conocimiento y abren un espacio para la representación de nuevas ideas. A medio siglo de ese postulado, asociarlo a la relación entre un narrador y su sociedad mostraría que esto no ha cambiado mucho, por más que la sociedad haya pasado por considerables

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modificaciones. Así, más allá de Bolaño, todavía no hay una distinción válida y convincente entre los narradores verdaderamente originales y los que son parte del montón. Ahora, más que en otros momentos de la historia literaria, en lugar de diferencias hay el culto de la interdisciplinaridad, una feroz mercadotecnia del autor más que de sus ideas, y varias crisis de la modernidad que requieren nuevas ideas sobre el pasado y su relación con el presente. Los Nuevos 2.0 han respondido a esa situación más en su no ficción que en sus novelas, aunque los cruces entre ambas prácticas son evidentes. Sin embargo, si se habla de los vínculos entre ficción y periodismo, aunque a veces no se distingue, vale tener en cuenta lo siguiente. Arrancar unos pocos sucesos de la inmensidad del mundo y declararlos la noticia del día es un proyecto complicado y misterioso. Lo que es una noticia es indiscutible –un desastre natural, una guerra– aunque a veces se la reduce a la categoría de un incidente resonante. Piénsese así en cómo Bolaño ficcionaliza la realidad de los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez, y en la paciencia que le exige a sus lectores. Como narrador, esos sucesos no le atraen como un giro en la historia sino como ilustrativos de algo mayor. Por lo general si los crímenes no tienen que ver con alguien conocido o poderoso no se les considera importantes. Pero Bolaño los vio como una manera de procesar las ansiedades del anonimato de la vida urbana, como una crisis de las convenciones sociales de principios de este siglo, y de las representaciones tendenciosas de la violencia. Por esto, cuando mezcla esa no ficción con su ficción, sus convicciones acerca de los crímenes son tan poderosas que no puede ser inmune a los detalles. Y ya que Bolaño llegó a formar parte de los Nuevos 2.0 con cierto atraso, quiero repostular un axioma: que factores como la diferencia de edad no tienen nada que ver con la pertenencia generacional. ¿Por qué no pensar que la producción real es lo que cuenta, en vez del presunto prestigio atribuido a narradores de carácter o visión «especial», o al medio en que se publica? En artículos y notas anteriores he mantenido que, con pocas excepciones, de los nuevos narradores casi canonizados se salvan, hasta que tengamos mayores y mejores noticias, solo Bolaño (1953) y César Aira (1949). Sus a veces seguidores nacieron a mediados de los sesenta y después, y por

cierto un problema silenciado es la falta de mujeres en esos elencos. Muchos de aquellos jóvenes ya no tan lozanos publican no ficción de cierta chispa y valor. Si toda esa producción no es una literatura «menor» o «pequeña», ¿qué hacer entonces con la prosa publicada en editoriales de distribución regionalista o de difusión universitaria? Una primera solución para esclarecer esas coyunturas es examinar la no ficción de algunos narradores que cumplen con las condiciones deseadas por varios públicos, cotejarlos entre sí, con referencias a varios otros, enfatizando diferencias que no siempre son generacionales. Me concentro entonces en el colombiano Héctor Abad Faciolince (1958), el chileno Alberto Fuguet (1964), el ecuatoriano Leonardo Valencia (1969) y el mexicano Jorge Volpi (1968) y sus «libros de ensayo», y enfatizo la peculiaridad de las continuas definiciones de esta última categoría. Más allá de hacer jaque mate a la tradición de coherencia, correspondencia y especificidad de la narración tradicional, la no ficción de estos cuatro narradores permite una visión compleja de la dificultad de determinar sus valores permanentes, aun dentro de la precariedad temporal. Lo que sí los une y justifica, con salvedades que señalaré, es su dedicación a lo que seguimos conociendo como «literatura», aun admitiendo la idea kuhniana de que lo que suscita la imaginación tiene mucha relación con vivir en una época desarticulada, que por ende altera las estructuras del conocimiento histórico. No es descabellado pensar que Abad, Valencia y Volpi escriben novelas ensayísticas, y que Fuguet, a pesar de sí, intenta lo mismo con un enfoque más popularista que estético. Paralelamente, y más difícil de precisar para autores que todavía tienen mucho que dar, se arguye que son apolíticos. Creo más exacto postular que los Nuevos 2.0 no se caracterizan por creer que sigue teniendo pertinencia o sentido la taxonomía izquierda/derecha, porque tanto la una como la otra parecen haber escrito la misma columna de opinión por décadas, dejando la impresión de pereza y tiranía. Por supuesto, no hay un desarrollo exactamente similar, una recepción parecida o un pensamiento compartido entre ellos, impulso que debe contentar a sus lectores. También los asemeja el hecho de que a veces buscan el lado oscuro de nuestra cultura actual, porque ninguna cultura ha sido o puede ser vista como

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pura, valga el pleonasmo. Es más, estos cuatro han heredado no tanto la actitud de ser anti-, sub- o seudo- algún maestro, sino la gama de lecturas e intereses culturales de sus mayores, el apego al «pensamiento» que desea el narrador y ensayista venezolano José Balza, o el «espíritu ensayístico» estudiado en las novelas totales de Occidente por Claire De Obaldia. Sin embargo, se puede sospechar que se dirigen más a lectores como ellos, y que poco les importa convencerlos con su conocimiento o deslumbrarlos con su inteligencia. Se establece entonces una dinámica mediante la cual se tendría que discernir dónde publican Abad Faciolince, Fuguet, Valencia y Volpi, y cuál es la resonancia que tiene cada uno. En el caso de ellos, la amplitud de fuentes y recursos que emplean hace casi imposible categorizar. Por ejemplo, Abad Faciolince tiene una columna semanal, Valencia y Volpi publican en Letras Libres y en revistas y periódicos de sus países de origen, y Fuguet puede escribir directamente en inglés. Todos publican en diarios como El País de España; el ecuatoriano y el mexicano lo hacen también en revistas académicas, y ambos tienen doctorados en literatura de universidades españolas. Estas diferencias son positivas, porque devalúan ciertas tradiciones, que es lo que hace su no ficción por definición, empleando métodos divorciados de las pretensiones del periodismo establecido o las convenciones de la academia. Solo tengo tiempo para proveer un registro de esa prosa. El primer «libro de ensayo» de Abad, si se exceptúan el sui generis Tratado de culinaria para mujeres tristes (1996) y la temática anticipatoria de Palabras sueltas (2002), es Las formas de la pereza (2007), seguido inmediatamente por Oriente empieza en El Cairo (2008) y Traiciones de la memoria (2009). Hasta hoy el mejor ejemplo de no ficción de los Nuevos 2.0 y de cómo mide las verdades y vulnerabilidades de la memoria es El olvido que seremos (2006), del colombiano. He aquí un ejemplo emblemático de su prosa, en un ensayo suelto sobre la bohemia desde el mito «tonto» del artista perezoso: Un criollo de los trópicos americanos, con finca y almacén, no verá en la bohemia más que sentimentalismo etílico e indolente haraganería elevada a nivel de obra de arte. Y si el criollo es, además, cosmopolita, dirá que lo que en París no duró más que unos decenios de mediados del

siglo pasado, pasa a ser por estos ámbitos más provincianos una moda de duración e importancia exageradas. Y si el criollo crítico es también académico dirá que la bohemia es la caricatura más torpe del romanticismo, una especie de dandismo impotente que intenta darle cierta dignidad a la pobreza material y espiritual del artista mediocre. Babosadas melodramáticas y lloriqueos impúdicos, aptos para el teatro lírico, y nada más. («Las hazañas de una impostura » 25, énfasis míos). De Fuguet son representativos Primera parte (2000), Apuntes autistas (2007), Tránsitos. Una cartografía literaria (2013) y sobre todo, el muy logrado Missing (una investigación) (2009), aunque se debilita con sus esfuerzos fallidos por imponer una cultura presuntamente bilingüe que cree que todos debemos tener. Por no haber obras maestras de no ficción hasta hoy, sugiero sobre todo la sutil No leer. Crónicas y ensayos sobre literatura, que su compatriota más logrado en las transformaciones de la prosa, Alejandro Zambra, publicó en 2010, con edición aumentada en 2012. Y ya que estoy en sugerencias que podrían apuntar a otra maestría, El arte de la distorsión (y otros ensayos) del colombiano Juan Gabriel Vásquez, publicado en 2009, es un indicio de que publicará colecciones más contundentes y mejor concebidas que muchas de las de Carlos Fuentes, incluida La gran novela latinoamericana (2011). Junto a la crítica cultural que publica en periódicos ecuatorianos, con El síndrome de Falcón (2008) Valencia lleva más de cinco años dando guerra respecto a las imperfecciones de la historia literaria. Paralelamente, su novela El libro flotante de Caytran Dölphin (2006), ejemplo de lo que llama «ficción progresiva», permite revisitar la noción del lector activo, invitándolo a seguirla en un sitio de la red. Si hay que buscar otros modelos me quedo también con varios textos sobre política y literatura de Horacio Castellanos Moya, algunos coleccionados en La metamorfosis del sabueso. Ensayos personales y otros textos (2011), publicado por Ediciones UDP. Otros de la generación del salvadoreño, que siguiendo mi criterio generacional sería la de los Nuevos 1.0, han escrito no ficción de similar renovación conceptual, pero todavía no tenemos, por ejemplo, una colección característica o contundente de Santiago Gamboa, Rodrigo Rey Rosa u otros pares. Por ello, a veces uno siente que en manos menores la no ficción esteriliza, quita inspiración, dispersa

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la posibilidad de construir textos mediante los cuales objetos y lugares cotidianos definan conflictos, personalidades y relaciones. Como varios de sus coetáneos más sensatos, Valencia no muestra ningún desprecio hacia las bêtes noires del posmodernismo: el canon occidental o algunas ideas de la Ilustración; ni tampoco hacia híbridos estéticos, nuevas formas narrativas, culturas u otras artes como el cine, y piénsese como contraste en el reducido interés de Mario Vargas Llosa por el último tema. Valencia se acerca a sus temas con claridad de pensamiento y expresión frecuentemente contestataria. Junto con Abad, Valencia es el narrador más literario, como estilista y por acercarse a la literatura como un deber que en otra época era el privilegio y monopolio de grandes filólogos europeos y políglotas tradicionalistas. Consecuentemente, no hay tecnicismos o pesadumbre en su prosa, porque sabe que el mundo cultural nunca ha podido ni debe ser estático. Con Volpi la producción y valoración se complica, por su cantidad e hibridez que no siempre es feliz. Sin duda el largo ensayo con que comenzó, La imaginación y el poder (1998), ayuda a entender alguna ficción suya. De ahí hay un gran salto a Mentiras contagiosas: ensayos (2008), que no admite confusión con La verdad de las mentiras (1990/2002/2007) de Vargas Llosa, o con Mentiras verdaderas (2001) y el breve El viejo arte de mentir (2004) de Sergio Ramírez. La ambición y complicación no favorecen a Volpi, y comienzan con la frivolidad de El insomnio de Bolívar. Cuatro consideraciones intempestivas sobre América Latina en el siglo XXI (2009) y Leer la mente (2011), una depuración de Mentiras contagiosas que analiza cómo las acciones relatadas en la ficción son el producto de decisiones subconscientes de un autor. Si es verdad que tener una interpretación de la ficción no es suficiente para convertirla en verdadera, Volpi tendría que pensar que las interpretaciones responden a algo, y tampoco basta sostener que algunas son más creíbles que otras, porque ese tipo de relativismo resulta acomodaticio.1 Si la generación o el género sexual no son o no deben ser criterios primordiales o un asunto 1 Me explayo al respecto, comparando a Volpi con su contemporáneo Valencia y su maestro putativo Fuentes, en “Redefinición de la prosa/cultura no ficticia: Leonardo Valencia y Jorge Volpi.” MLN 126. 3 (March 2011), 366-389; y en “El discípulo y el maestro: sobre ficción y novela I.” El Búho: Una revista para lectores IX. 37 (Abril/Julio de 2012), 18-23.

de cuotas políticamente correctas, y teniendo en mente el diluvio de «olvidados» que se puede traer a colación con los Nuevos 1.0, cabe mencionar la no ficción de los mexicanos Juan Villoro, Enrique Serna, Carmen Boullosa, y la recientemente publicada de Cristina Rivera Garza; volveré a ella y a Serna. También vale recuperar la no ficción de la puertorriqueña Mayra Santos Febres (1966), que añade la perspectiva de la raza a la temática de género sexual fundada por su compatriota Rosario Ferré, la de la cubana Zoé Valdés que no sigue a nadie, y a la inclasificable de la salvadoreña Jacinta Escudos (1961). Desafortunadamente no ha recogido la suya Laura Restrepo (1950) y, afortunadamente, según los criterios que son el subtexto de esta conferencia, no lo han hecho Isabel Allende y Gioconda Belli. Las Nuevas 2.0 tienden a brillar por su ausencia en la no ficción actual, y a excepción de una cronista como Leila Guerriero y sus colecciones y conceptualización del periodismo narrativo, se puede comprobar empíricamente que es así, por razones similares a las que nos impiden tener noticia de los varones, pero agravadas por cierto sexismo editorial y, polémicamente, por la calidad que se supone las define. Es cierto que autoras como Allende, Laura Esquivel (1950), Ángeles Mastretta (1949), Restrepo en sus crónicas no recogidas, Zoé Valdés (1959) y pocas otras tienen acceso a los medios masivos, que no tuvieron las contemporáneas del boom. Si es indiscutible que Una novelista en el museo del Louvre (2009) de Valdés es un ensayo «novelizado» y que su El ángel azul (2008) es más un elogio cinematográfico que un análisis de un artista, también es aparente que estas narradoras no se interesan en medios impresos de menor exposición y de menor relevancia para un público general culto. Habitualmente, las mencionadas han optado por narraciones folletinescas o sentimentales que venden, y aunque han dejado atrás el «hembrismo al poder» de Belli y su generación –como una autora mayor como Margo Glantz (1930) y su colección Saña (2007)– incursionan en el género tardíamente. No es así, sin embargo, con otras narradoras más jóvenes, como Rivera Garza y la columna que mantiene en el semanario mexicano Milenio, o la cubana Ena Lucía Portela (1972). Pero si en última instancia lo que los narradores persiguen es un sentido de conexión con sus pares, de haber leído más o menos lo

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mismo que los otros, ¿qué quieren hacer las narradoras más allá de su individualidad? Vuelvo así a recordar la arbitrariedad de las divisiones generacionales, porque el fluir entre géneros de Signos vitales: escritos sobre literatura, arte y política (2008) de Diamela Eltit es tan actual y pertinente como el de los Nuevos 2.0. Haciendo hincapié en los problemas de la distribución de la no ficción, otra razón por la cual me refiero a sus (des)andanzas, pienso en tres autoras que combinan la gran mayoría de las posibilidades disponibles, específicamente en la colección de artículos de prensa y conferencias de Santos-Febres, Sobre piel y papel (2005), Boullosa y los textos predominantemente ensayísticos que Escudos reúne en El fantasma y el poeta (2007). Reconocida cuentista y autora de la inclasificable colección Crónica para sentimentales (2010), no sorprende que Escudos tenga un blog, como Boullosa. Exceptuando la obra de la mexicana y Santos-Febres, ambas traducidas pero de menor recepción, vale considerar el asunto de «la condena de la edición nacional», exacerbado por la condición colonialista de una autora como la puertorriqueña. El colonialismo es malo, pero según ella las quejas humanas de los colonizadores pueden ser tan reales como las de los colonizados. Como frecuentemente comprueba esta no ficción, uno puede faltarle el respeto a los ídolos y seguir vendiendo ideas, y el mundo tampoco se acaba. Con la excepción de Volpi, no aumentan la condición que Gabriel Zaid llamó «los demasiados libros». Más bien, es prosa generalmente novedosa, no una forma latina del New Journalism. Otra diferencia es que quiere ser creador y espejo de su propio público, y por esa razón a veces se encuentra en sus autores cierto orgullo y presunción. Pero no se necesita un título, licencia o credencial para escribirla, sino solo talento. Sí, están cambiando el código genético del periodismo, que lleva cuatro siglos mezclando lo serio y lo que es bombo y platillo, la historia y la ficción, aunque según un político estadounidense cada persona tiene derecho a sus propias opiniones, no a sus propios hechos. Un problema de la hibridez es que los lectores puristas la perciben como violación del contrato mimético implícito con ellos: para unos la ficción permite todo, para otros la invención gratuita cuando se sabe los hechos es horrorosa, y creen que el escritor, o la forma, debe ser más humilde.

Por lo anterior, si los Nuevos 2.0 correctamente abogan por la necesidad de cierto radicalismo en las ideas, la forma de su prosa a veces necesita lo que el poeta Allen Ginsberg llamó «un sándwich de realidad», no la paranoia y aprensión que siempre le hacen sombra al comentario político o estético. Y si no tienen en cuenta lo tradicional, prestar atención a la tradición les evitaría descubrir la pólvora. Consideremos, por ejemplo, qué se pensaría de la buena no ficción que Alan Pauls recoge en Temas lentos (2012), si se la leyera de la mano con los póstumos Trabajos (2006) y Papeles de trabajo. Borradores inéditos (2012) de su compatriota Juan José Saer (19372005), quien nunca dejó de poner al día lo que hace cuarenta años llamó «los nuevos lenguajes» de la literatura. Se puede elegir escribir las cosas de manera diferente, pero vale reconocer que casi todo problema cultural que se enfrente ya ha sido considerado. No obstante, discípulos y maestros (piénsese en las crónicas de Roberto Arlt) actúan como guía y seguidor del público, como su crítico y su sirviente, su creador y su voz. Es sorprendente creer perspicaces a literatos propensos a interpretar demasiado el significado de las cosas, cuando no se recompensa a un científico nuclear por emplear tropos poéticos. Hace unos años Daniel Centeno Maldonado publicó Periodismo a ras del boom. Otra pasión latinoamericana de narrar (2007). Este es un estudio ambicioso y osado, que sin embargo no logra su meta de analizar el periodismo literario de una época, como implícitamente hacen los ya mencionados Jaramillo Agudelo y Carrión. A finales de 1925, cuando comenzaba a generalizarse el desplazamiento genérico, T.S. Eliot decía: «Es probable que la historia de cualquier género dentro de los límites de un lenguaje no sea más que una crónica; debido a que no se puede hacer generalizaciones verdaderamente interesantes y fructíferas dentro de esos límites». El destiempo de Centeno Maldonado se complica cuando equipara la obra de Fuguet con la de los «boomistas», y se puede suponer que el tiempo dictaminará mejor la validez de esa comparación. Centeno Maldonado tampoco convence porque no organiza la mezcla de entrevistas y lo que califica como «correspondencia privada» con Alfredo Bryce Echenique, Sergio Ramírez y Tomás Eloy Martínez, sin recurrir a la no ficción de estos. Pero sobre todo, falla por creer que la mezcla de ficción y ensayo no

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requiere distinciones, y que el canon del boom es más o menos incuestionable. Si empleo Periodismo a ras del boom como muestra de cierta «interpretación 2.0» es porque se adhiere a la moda de borrar fronteras exegéticas o disciplinarias sin discriminar, y no es necesariamente harina de otro costal discutir la aplicación de esa indisciplina a la crítica, especialmente cuando hoy la crítica especializada parece no poder escribir sin tener al lado una «alerta de Google» para el vocablo «teoría», para que no se les pase la última cita que apoyaría sus argumentos. Hoy, si se habla de «valentía» en la no ficción, es preferible seguir los consejos de Bolaño al respecto, o sus mandamientos en las doce crónicas que recoge en Entre paréntesis con el título «Fragmentos de un regreso al país natal», y vale imaginarse cómo sería la crítica si sus practicantes se comportaran con una milésima parte del espíritu del chileno en conferencias, estrados y paneles, en vez de tratar de mitificar autores y obras con la intención ilusa de que la historia los va a absolver. El hecho es que historizar lo que rápidamente se puede convertir en mito puede reducir el brillo, pero también profundiza la perspectiva, y es entonces que leer los primeros libros canónicos de un autor puede obstruir el logro de una visión cabal de ellos. En una de las notas dedicadas a la crítica de su Observaciones y aforismos Balza asevera con razón: «En lo “intermedio” no hay partes: la obra se erige completa; y el crítico es absoluto ante ella. También los lectores –de la obra y su crítica– son envueltos por aquellos en un rapto de unidad mental. Pero cuanto parece separación entre estos oleajes es su materia común» (93). Es así porque justo antes el venezolano afirmaba: «Cada crítico puede aplicar a la obra estudiada una visión teórica distinta (la interpretación cristiana, marxista, etc.). En este caso se es crítico a medias» (92). Como aseveraba el crítico y filósofo estadounidense Kenneth Burke en los años sesenta, el ideal principal de la crítica es emplear todo lo que hay que emplear, y eso no tiene que ver con la hiperespecialización, como se verá inmediatamente con Hans-Georg Gadamer.2 2 En un resumen de las maneras en que uno puede y debe reflexionar sobre sur propias experiencias estéticas Mark Grief explica esa meta desde postulados teóricos recientes en “All there is to use”, The Critical Pulse. Thirty-Six Credos by Contemporary Critics, eds. Jeffery J. Williams y Heather Steffen (Nueva York: Columbia University Press, 2012), 237-244.

En el «Prólogo general» del primero de los tres tomos de su prosa periodística de los últimos cincuenta años, recogida en 2012 bajo el título Piedra de toque, Vargas Llosa asevera que «aunque el periodismo y la literatura tienen muchas cosas en común, son esencialmente diferentes, precisamente porque en ambos géneros la relación del que escribe con el lenguaje es muy distinta y también lo es la realidad que cada género comunica» (xi). Pero aunque quiere establecer distinciones, añade: «Muchas de las historias que he inventado nacieron de experiencias que viví gracias al periodismo, como se puede advertir en los artículos aquí reunidos» (xi). Por ese proceder no causará gran sorpresa examinar las relaciones entre sus novelas y la no ficción de Piedra de toque, que supongo él preferiría llamar prosa no ficticia, y no menos se puede hacer con otros novelistas que son sus contemporáneos. Macedonio, en un apéndice inédito de la edición crítica de Museo de la novela de la Eterna, afirma que su novela no tiene procedimiento alguno, que se propone «desafiar al lector a que a pesar de tantas mentiras, intencional y despertares de que lo que lee no sucede y de que nadie sufre ni se llena de felicidad en la novela, él sienta simpatía y crea en los hechos» (318). Dicho de otra manera, antes de dedicarse a la no ficción de los Nuevos 2.0 hay que recuperar la idea de la prosa que se da entre Macedonio y Vargas Llosa, sin olvidar la práctica fundacional que se extiende desde Rodolfo Walsh a Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska. Termino mi revisión con la mención de dos momentos que me parecen emblemáticos del dinamismo de los Nuevos 2.0. El primero es la publicación en octubre de 2013 de la genial Genealogía de la soberbia intelectual de Serna, a quien se le deben las compilaciones no menos polémicas Las caricaturas me hacen llorar (1996) y Giros negros (2008). El segundo momento es el creciente interés de los Nuevos 2.0 por ubicarse en tiempos digitales, por así decirlo, y naturalmente con argumentos encontrados que no tienen que ver estrictamente con su generación. No puedo pretender examinar adecuadamente las diez secciones en que Serna desmenuza con gran erudición e ironía el matiz casi terrorista que, según él, ha caracterizado históricamente a algunas élites intelectuales. Por ahora, cuando Serna habla de «El maestro despechado» (174-180), «El educador soberano» (196-204),

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o cuando define «¿Qué es un pedante?» (209217) o desmorona con nombres y apellidos lo que llama «La cooptación de la crítica» (274278), es igualmente benéfico volver a un maestro anterior. En un ensayo sobre los límites del experto, Gadamer sostiene que «cuanto más construida está una forma institucionalizada de la competencia que sirve al experto, al profesional, de escapatoria de la propia ignorancia, tanto más ocultamos los límites de semejante información y la necesidad de adoptar una decisión propia» (163). Para él la vida cultural actual enfatiza demasiado el culto de la especialización, y descuida el poder de la tradición y solidaridad. Gadamer sostiene que diferir a los expertos es coherente solo cuando es posible reforzar las solidaridades existentes. Y afirma: «Me parece un defecto de nuestra mentalidad pública que siempre destaquemos lo diferente, lo discutido, lo polémico y lo desesperado de la conciencia humana y que dejemos, por así decirlo, sin voz, a lo verdaderamente común y vinculante» (170). El filósofo sugiere que las diferencias de control, estatuto y poder en sociedades como las nuestras se manifiestan como especialización, y esta puede ser desafiada produciendo un diálogo verdadero, con otro lenguaje no especializado. Ese diálogo es posible porque una sociedad de expertos es simultáneamente una sociedad de funcionarios concentrados en la administración de su función. Con la digitalización del libro y la literatura móvil y plataformas que dependen de la «nube», no se sabe cómo será afectada la no ficción en términos de derechos de autor o qué tipo de vida «literaria» adquirirán las fuentes instantáneas que emplean sus autores, o si esa prosa será la esfera de lo enteramente nuevo o de lo demasiado conocido y precario. No hay que ser Giordano Bruno, sobre todo hoy, para darse cuenta de la existencia de un número infinito de mundos que no son los nuestros. Con esas consideraciones obvias pero prácticas paso al segundo momento que mencioné, y concluyo. En marzo de 2014 el argentino Rodrigo Fresán mencionó en una entrevista sobre La parte inventada (2014), su metanovela más reciente que critica una sociedad hipertecnologizada, que «se suele decir que nunca se leyó y se escribió tanto como hoy, estoy de acuerdo, pero añadiría que nunca se leyó y se escribió tanta mierda como ahora». Es más provocador ficcionalizar mejor la

reacción del escritor a los nuevos medios, porque en Occidente esa renuencia nunca ha obedecido a pruritos generacionales, la más reciente registrada en novelas de 2013 de Thomas Pynchon, Bleeding Edge, y The Circle de Dave Eggers. Nuestros Nuevos 2.0 no se quedan atrás en la discusión de los nuevos medios, sino que combinan sus ideas con algunas preguntas en torno a si la no ficción es más pertinente que la ficción. En un momento en que favorecer la confirmación nunca ha sido más insidioso, Abad Faciolince habla de cómo «Escribir en los tiempos de Twitter» [Revista Eñe 33 (Primavera 2013), 97-108], Valencia lo hace ampliamente sobre «El arte de la novela y las nuevas tecnologías» [Literatura e internet. Nuevos textos, nuevos lectores, ed. Salvador Montesa (Málaga: AEDILE, 20011), 181-195], Patricio Pron historiza acerca de «El exceso de pasado: La destrucción de manuscritos como liberación del autor» [Revista de Occidente 376 (setiembre 2012), 93-103], Zambra reflexiona agudamente en «Cuaderno, archivo, libro» [Revista Chilena de Literatura 83 (Abril 2013), 243-252] sobre cómo estudiar literatura es también una manera de no estudiar periodismo, y Matilde Sánchez, en «La erosión del tiempo: escribir en medio de la avalancha digital» [Revista Dossier 23 (marzo de 2014), 182-191], actualiza la «colonización» de la ficción y cómo se la resiste. Sin embargo, la no ficción que Cristina Rivera Garza reúne en un libro del año pasado, Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación, retrata como nadie la complejidad de escribir con los nuevos medios y en ellos. Como el de Serna, requiere mucho tiempo y espacio discutir su libro cabalmente. Pero resumo algunas nociones, y no se me escapa la ironía de que, por más mediático y tecnológico que sea cualquier Nuevo 2.0, el papel sigue siendo su medio favorito. Para Rivera Garza, que mantiene el blog No hay tal lugar, con lo que define como «blogescritura» –o sea, escritura a la par de hombres y mujeres, sin fines profesionales o de lucro, en el ciberespacio y su relación con las tradiciones y el canon–, se trata de cómo se registra el pasado, y en su lectura del texto de Pron dice que «lo que cae dinamitado es la misma idea de la edición final, con su halo de inmortalidad y su escalinata en las jerarquías del prestigio» (101). A través de su libro y discusión de «escrituras atravesadas», entre ellas la cita, el plagio, el Twitter y otras

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formas breves que podrían verse como atentados comunitarios contra el poder, Rivera Garza aboga por una liberación de la escritura y termina elogiando al Centro de Escritura Creativa fundado por Eggers en San Francisco, donde un equipo de autores voluntarios ayuda a niños y adultos con sus habilidades para escribir. Hay mucho que decir sobre cómo, al diferenciar ese gesto de lo que hacen los latinoamericanos, la mexicana politiza la noción de cómo los escritores mantienen los pies en la tierra. Pero si la escritura impresa, incluida la suya, sigue llegando a la mayoría, vale preguntarse qué diría ella del papel de, por ejemplo, las ediciones genéticas de textos latinoamericanos clásicos que publicó la colección Archivos de la Unesco. La no ficción digital de estos narradores sugiere que dejemos de creer que lo que ocurre en «literaturalandia» es un conocimiento concreto, y que nos las arreglemos con otros tipos de aprendizaje. Si esta situación cambia la definición del género según los prosistas «estrellas», también podría alterar el prestigio de la forma, convirtiendo a sus practicantes, según Giorgio Agamben, en dispositivos (ante tanta proliferación y acumulación de conexiones humanas) que de una manera u otra tienen la capacidad de asegurar, capturar, controlar, determinar, interceptar o modelar los discursos de narradores vivos y muertos. La situación me recuerda una caricatura de The New Yorker, con dos perros ante un computador, y uno le dice al otro: «En la red, nadie sabe que eres un perro». O tal vez sea más apto recordar la relación del introvertido escritor de cartas para otros con la voz de su sistema operativo en la película Ella (2013), trama que nos recuerda que la ciencia ficción de 2025 no está tan lejos de nosotros. A la larga, estas actividades tienen que ver con el control del imaginario y la tiranía de los expertos. La diferencia con el montón de los mayores es que no se halla en los Nuevos 2.0 lo que en 1956 Eliot llamó «crítica de taller» (del poeta en su torre), sino algo similar a lo que el estadounidense dijo en ese mismo ensayo sobre Finnegans Wake: «un libro como este basta». Tampoco se halla lo que el crítico inglés Frank Kermode llamó «pensamiento usado», o confianza en las jerarquías académicas relativistas. A la vez, se está ante odiseas personales cuyo rendimiento se revisa constantemente, y si se pudiera extraer enseñanzas de lo escrito y pensado (muchos

autores tienen ideas, pocos el talento para corregirlas), se las usaría para regenerar las siempre asimétricas relaciones entre autor y públicos. Como también se nota con algunos de estos narradores, cuando las fuentes reales son redefinidas, se convierten en parte del fluir de una nueva narración cultural. Esta nunca se reduce al entretejer de ficción y realidad, sino que alienta a sus autores a emplear más arte, que es precisamente lo que quiere todo lector exhausto del entresiglo inmediatamente pasado. Los sistemas de transporte y los medios de información contemporáneos permiten viajar a cualquier lugar, y que nuestras vidas sean más pluralistas que en el pasado y, por extensión, que haya interpretaciones del mundo que sean múltiples y que enaltezcan nuestro conocimiento de interpretaciones conflictivas. El mero hecho de que existen múltiples interpretaciones del mundo no representa un peligro para la idea de que algunas interpretaciones son verdaderas y otras falsas, y esa es una brecha importante para la no ficción de hoy. En la ficción el pasado tiene más prestigio que el futuro, pero con el futuro, su prestigio disminuye de acuerdo a su distancia del presente. En ese sentido se podría decir que los Nuevos 2.0 son «nuevos realistas», y su no ficción transmite que solo se puede mitigar los males culturales desarrollando mecanismos de contención. Por esto la reputación de la no ficción es igualmente inestable, y se tiende a subestimarla, cuando nos puede decir tanto como la ficción. En esta redefinición, que propone una relación objetiva con los obstáculos del pasado, hay diversión, ingenio, originalidad, riesgo y tensión. ¿Qué falta? Los nuevos y viejos lectores de los nuevos narradores dirán si se les puede pedir más, y es seguro que ellos, y probablemente los que vendrán, querrán adelantarse a las expectativas de sus lectores con una prosa inesperada, de la cual ya estamos bastante bien provistos.

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Obras citadas Abad Faciolince, Héctor, «Las hazañas de una impostura», Voces de Bohemia. Doce textimonios colombianos sobre una vida sin reglas, ed. Hugo Sabogal, Bogotá, Norma, 2005, pp. 15-28. Balza, José, Observaciones y aforismos, Caracas, Fundación Polar, 2005. Casanova, Pascale. «La guerre de l’ancienneté ou il n’y a pas d’identité nationale», Des littératures combatives. L’internationale des nationalismes littéraires, ed. Pascale Casanova, París, Éditions Raisons d’agir, 2011, pp. 9-31. De Obaldia, Claire, The Essayistic Spirit: Literature, Modern Criticism and the Essay, Oxford, Clarendon Press, 1995. Fernández, Macedonio, Museo de la novela de la Eterna, eds. Ana María Camblong y Adolfo de Obieta, Madrid, ALLCA XX, 1993. Gadamer, Hans-Georg, «Los límites del experto», La herencia de Europa, trad. Pilar Giralt Gorina, Barcelona, RBA, 2012, pp. 151-171. Morgan, Peter, «Translating the World: Literature and Re-Connection from Goethe to Gao», Revue de Littérature Comparée 87(345), janviermars 2013, pp. 63-79. Rivera Garza, Los muertos indóciles. Necroescritura y desapropiación, México, D.F., Tusquets, 2013. Serna, Enrique, Genealogía de la soberbia intelectual, México D.F., Taurus, 2013. Vargas Llosa, Mario, «Piedra de toque», Piedra de toque I (1962-1983), ed. Antoni Munné, Barcelona, Círculo de Lectores, 2012, pp. ix-xii.

Molloy

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Sin límites Presentación de Diamela Eltit

La presencia de Sylvia Molloy permite pensar un dilema que a menudo atraviesa el campo literario, como es la compartimentación no solo de las escrituras sino, especialmente, de los escritores, lo que produce universos en cierto modo polares y hasta irreconciliables. Así, a los autores provenientes del espacio académico les pertenece el lugar crítico y, en otra orilla, antagónica, radican los exponentes de la creación literaria. Más aun, en cierto modo parece inadecuado el tránsito de autores entre ambos espacios, como si el filo de la traición sobrevolara aquellos gestos nómadas que recorren la diversidad de escrituras. Ya sabemos que toda clasificación resulta insuficiente, que es un resquicio o un ensayo o una manera de establecer límites. Pero no puede sino resultar

paradójico que el espacio en último término reducido de la literatura –cuya matriz es el campo de producción de sentido– acoja y repita fronteras que ya sabemos están allí para ejercer formas de dominaciones múltiples. Pero Sylvia Molloy ha desobedecido las fronteras. Ella va y viene por la diversidad que ofrece la letra y de esa manera no renuncia entonces a entender el campo literario y sus relieves como una forma latente de experiencia y riesgo. Nada está garantizado. Ni la escritura académica ni las diversas poéticas, como tampoco las escrituras deslocalizadas. Los gestos críticos de Sylvia Molloy son ya ampliamente reconocidos por su densidad y, especialmente, por adoptar una posición híper sólida y siempre singular, alejada de los

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consensos burocráticos, relevando ese borde donde la escritura adquiere sentido y convoca. No pretendo aquí dar cuenta de la totalidad de una obra sino más bien ocupar este espacio para enfatizar un recorrido estable y móvil a la vez, una escritura que, desde cualquier ángulo, no se resigna a dejar de lado el brillo estético que puede recubrir la letra. La escritura de Sylvia Molloy, en el sentido más barthesiano del término, habla del goce de la escritura y de la proliferación del sentido. Alude a las máscaras, la ambigüedad, la pose y los desplazamientos del yo. Pero me parece indispensable señalar que En breve cárcel, su primera novela, escogió poner de manifiesto la escritura como recurso narrativo para evocar la crisis, la ruptura o la traición. Como lectora epocal de esa novela, mi concentración radicó en la imagen repetida que el texto literario consolidaba, la mujer escritora. Esa mujer escritora que definió de manera brillante Virginia Woolf, esa escritura parapetada en un cuarto propio para relatar esta vez los escenarios crueles que recorren cada una de las superficies emotivas. Efectivamente y, desde otro espacio de sentido, En breve cárcel aportó a la trama latinoamericana los signos del amor entre mujeres, lo que, desde luego, resulta estratégico. La pericia de esta obra radica –como dijo antes Elena Caffarena y hoy Jacques Ranciere– en diversas emancipaciones fundadas en la posición o disposición lúcida para escribir los signos más

finos de múltiples cortes que, en definitiva, hacen posible el viaje de la letra para establecer así los hilos memoriosos de una derrota y, a la vez, de la supervivencia. «Yo es un otro», afirmó el poeta Rimbaud. Y es esa otredad la que posibilita la escritura una vez que el yo se ha retirado de la escena, digamos, real. Esa otredad incesante del yo, su deslizamiento, su compleja semiótica, la suspensión de una verdad única como obligación demasiado escolarizada o de corte confesional, ha sido la opción de Sylvia Molloy en una parte importante de su trabajo crítico y especialmente en su producción literaria. Ese yo otro se ha erigido en un puente firme o en una batiente para generar escenarios que emergen desde la suspensión. Quiero terminar esta presentación con Desarticulaciones (2010), el texto que se funda en la fragmentada tal como en un conjunto de parpadeos. Los fragmentos están allí para consignar el momento en que el tú emprende su retirada y permanece el otro que lo observa, en parte, para observarse a sí mismo como observador. Es la letra misma la que permite la complejidad de este proceso, mirar-mirándose-mirar como restauración o suplemento ante un lenguaje que retrocede y ya no cubre. Y mucho más. Pero si ahora mismo tuviera que definir el trabajo literario de Sylvia Molloy diría que es la escritura en tanto pliegue, repliegue y despliegue. Sí, escritura. Poderosa. Impecable.

Conferencia

Derecho de propiedad: Escenas de la escritura autobiográfica Sylvia Molloy

Si, después de morir, quisieran escribir mi biografía, nada más sencillo. Hay solo dos fechas: la de mi nacimiento y la de mi muerte. Entre una y otra cosa son míos los días. Fernando Pessoa Vida mía, lejos más te quiero. Osvaldo y Emilio Fresedo

Siento que estoy en la precaria situación de estar hablándoles desde dos perspectivas distintas. Una, la de novelista, y la otra, la de crítica. Desde hace años vengo diciendo que, teóricamente, no existen esas dos perspectivas, sosteniendo que simplemente son modulaciones, o entonaciones, como diría Borges, de mi escritura. Sin embargo, al pensar en el tema que propongo –las realidades de la ficción– siento que he caído en mi propia trampa. Los comentarios que siguen, en los cuales me detendré en ciertos ejemplos –en escenas de lectura, por así decirlo– donde lo ficcional aparece en perversa relación con lo real, y donde este último término adquiere múltiples y a veces contradictorios significados, tratarán de aclarar este dilema. Hace un tiempo me escribió un crítico con una insólita pregunta. Estaba escribiendo la

biografía de Alejandra Pizarnik de quien, sabía, yo había sido amiga. También había leído mi primera novela, En breve cárcel, y decía haberle llamado la atención la similitud entre la protagonista, a quien llamaba «la escritora», y Pizarnik. «¿Hay alguna relación?», preguntaba. Y como para atajar cualquier negativa agregaba: «No creo en las casualidades». Mi primera reacción, visceral, fue de enojo ante lo que sentí como un hurto. ¿Cómo podía pensar esta persona que era la vida de Pizarnik cuando era la mía? Procedí a responder, fuera de mí, por así decirlo. Indiqué a mi interlocutor que no, no se trataba para nada de la vida de Pizarnik, que lamentaba desilusionarlo, pero que se trataba de… ¿de qué? Demasiado consciente, desde un punto de vista crítico, de las estrategias (y artimañas) del trabajo autobiográfico, demasiado habituada a decir que más que textos autobiográficos hay lecturas autobiográficas, no podía decir, simplemente, «de mí» o «de mi vida». Tampoco podía decir «de mi autobiografía» porque era claro que se trataba de una novela, escrita, por otra parte, en tercera persona. Recurrí, algo molesta, a la perífrasis, observando que «la novela se basa enteramente en material autobiográfico mío» (igual que en la mayor parte de mi ficción) y agregando, como en esas advertencias de ciertos films o series televisivas, que «cualquier similitud con X es, por cierto, casual». Dije que sentí la necesidad de corregir pero al mismo tiempo no pude responder que era «mi vida» o «mi autobiografía», y opté por el tristemente deslucido «material autobiográfico mío». No creo que esta frase, por pretenciosa que parezca, fuera casual (yo tampoco creo demasiado en las casualidades, salvo cuando me conviene). Los términos mismos eran reveladores: de pronto «mi vida», yo misma, adquiríamos materialidad, nos transformábamos en un bien del cual yo era dueña. En última instancia, mi vida era una propiedad sobre la cual yo quería ejercer derecho, y ese derecho se veía amenazado por un lector intruso que buscaba adjudicarle nuevo dueño. Ese intento de acaparar la vida para sí, como si ese gesto la volviese posesión tangible, es tan ingenuo como ineficaz. «No quiero prestar mi vida», dice el sujeto como un niño que no quiere compartir un juguete, sin darse cuenta de que ya, por el mero hecho de escribirla, se la ha prestado a la literatura, y la literatura, como bien sabemos, «ya no es de nadie, ni siquiera del otro,

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sino del lenguaje y la tradición».1 Todo esto lo sé, es decir, lo sé razonablemente, pero el másallá-de-la-razón no quiere saberlo y se siente despojado. Permítaseme agregar otro ejemplo para complicar un poco más las cosas. Hace un tiempo me llamó una colega de la Universidad de California que había incluido En breve cárcel en el programa de su curso. «¿A que no sabés cómo te están leyendo mis alumnos?», me anunció. Tendría que haberme mostrado indiferente, o contestar algo pedante como «todo lector tiene derecho a su lectura» pero la curiosidad me ganó. «Lo están leyendo como documento autobiográfico», me dijo. A eso yo ya me había resignado, pero ella agregó: «algunos hasta lo leen casi como caso clínico, el caso de una lesbiana abusada sexualmente por el padre». Como se puede prever, estallé, doblemente irritada. Primero por razones que se pretendían técnicas. Me estaban leyendo desde una perspectiva errónea, clínica y no literaria, como documento médico y no como construcción literaria. Segundo, porque me sentí atacada personalmente: ¿cómo se atreven a interpretar tan brutalmente un gesto de «un padre» que, por cierto, tenía algo de «mi padre» pero que era, ante todo, un personaje de ficción? Confieso que las dos lecturas, la del crítico y la de los estudiantes de California, me siguen incomodando a pesar de que no puedo hacer nada. Nada, salvo acaso hablar de ellas, como lo estoy hacienda ahora. ¿Por qué la incomodidad?, me sigo preguntando, mientras pienso en instancias célebres de apropiación de vidas que fueron sujeto ya de causas legales, ya de enjuiciamiento por parte de la opinión pública. Tomo un ejemplo, el de David Leavitt, quien tomó un episodio de la autobiografía de Stephen Spender, World Within World (1951) para escribir una novela, While England Sleeps (1993), efectuando algunos cambios (nombres distintos, otro desenlace) y añadiendo escenas explícitamente homosexuales a un texto que, en su escritura, deliberadamente optó por el no decir. Spender amenazó con llevar el asunto a juicio y la editorial transó, comprometiéndose a mandar la totalidad de la primera edición a la piqueta y publicar una segunda edición con enmiendas y una advertencia. Antes de que se 1 Jorge Luis Borges, «Borges y yo», Obra completa, Buenos Aires, Emecé, 1974, p. 808.

llegara a ese acuerdo, sin embargo, los dos escritores escribieron sendas autojustificaciones en el New York Times. Para aclarar su posición, Leavitt escribió un artículo titulado «Did I Plagiarize His Life?» [«¿Plagié su vida?»].2 Spender respondió al poco tiempo con otro artículo, «My Life Is Mine: It Is Not David Leavitt’s» [«Mi vida es mía, no de David Leavitt»], donde observó: «La respuesta a esa pregunta es que no se trata del plagio de una vida. Es el plagio de una obra, ya que, según la definición del diccionario, plagio es “la ilegítima apropiación o hurto, y publicación en nombre propio, de ideas, o la expresión de ideas (de índole literaria, artística, musical, mecánica, etc.) de otra persona”».3 Este argumento de Spender, eminentemente razonable (la acusación de plagio textual constituye una de las bases del reclamo judicial de Spender), sin embargo no se sostiene a lo largo del artículo, a partir del título mismo, «My Life Is Mine: It Is Not David Leavitt’s». Mi vida es mía, dice Spender, mi vida no es de David Leavitt. Nótese que no dice «mi libro», ni «mi texto», ni «mi autobiografía»: dice «mi vida». Una vez más, el derecho de propiedad se hace valer sobre la vida, en tanto existencia vuelta materialidad, y no sobre la escritura. Llamo la atención sobre ciertos aspectos de esta contienda que, sin duda, fue parte importante de los debates intelectuales en el mundo anglosajón en 1994 y 1995. Me detengo brevemente en un concepto legal que, más allá de la acusación de plagio, también invocó Spender en su demanda. Es la doctrina del derecho moral del autor sobre su obra, derecho formulado en el convenio de Berna de 1886. Concepto válido en toda Europa (y solo ocasionalmente invocado en Estados Unidos, donde prima la ley de la propiedad intelectual), el derecho moral se distingue del derecho de propiedad en que se refiere al artista más que a la obra: «Independientemente de los derechos económicos del autor, y aun después de la transferencia de dichos derechos, el autor tendrá derecho a reclamar la autoría de la obra y oponerse a toda distorsión, mutilación o modificación de la misma, u otra acción despreciativa en relación con dicha obra 2 David Leavitt, «Did I Plagiarize His Life?», The New York Times Magazine, 3 de abril de 1994, pp. 36-37. 3 Stephen Spender, «My Life Is Mine: It Is Not David Leavitt’s», The New York Times, 4 de septiembre de 1994, última edición, sección 7, p. 43, 1ª columna.

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que perjudicara su honor o su reputación».4 El derecho moral es un derecho de la personalidad y no de la obra, y corresponde, como bien lo ve un especialista, a una concepción decimonónica de autoría que perdura hasta hoy, «la concepción romántica del creador de la obra como el “autor”, de cuya personalidad la obra es ejemplo. La obra se considera extensión del ser del autor. En cierto sentido, la obra es el autor».5 Dicho en otras palabras, al demandar a Leavitt, Spender hizo valer su derecho ya no sobre un texto sino sobre una persona, la suya propia, en el sentido literal del término. Pero tratándose de una autobiografía, donde podría decirse que los dos –texto y persona– coinciden en la construcción de aquello que Gide en su diario llamaba un «être factice préféré», la cuestión se vuelve particularmente delicada. Yo tengo autoridad sobre mi vida, en el sentido de que son mis experiencias, mis vivencias, mi existir. Como decía sor Juana: «De mí sé decir». La expresión, tomada literalmente, es elocuente: yo sé decir de mí, sé relatarme, como ningún otro. Pero ¿tengo autoridad exclusiva sobre ese relato de mi vida, detento acaso el imprimatur de ese relato, al punto de que hay relatos de mi vida (míos o ajenos) que autorizo (como en la expresión biografía autorizada) y otros que denuncio o busco censurar porque no saben decirme, porque me mal dicen? ¿Es posible que solo haya la vida de un individuo y no una vida, como en el título de Borges, «Una vida de Evaristo Carriego», es decir, una de las muchas posibles? El mismo Spender, en su autobiografía, rechaza la noción de un relato de vida monógrafo, aceptando (en principio) la inevitabilidad de un relato plural: «En realidad el autobiógrafo escribe el relato de dos vidas; la suya, tal como se le aparece, desde su propia perspectiva, cuando mira el mundo desde sus ojos; y su vida tal como aparece en la mente de 4 «Independently of the author’s economic rights, and even after the transfer of the said rights, the author shall have the right to claim authorship of the work and to object to any distortion, mutilation or other modification of, or other derogatory action in relation to, the said work, which would be prejudicial to his honor or reputation». Berne Convention for the Protection of Literary and Artistic Works, en: www.wipo.int/treaties/en/ip/berne/

5 «The author’s rights embodies the Romantic notion of the creator of the work as the ‘author’ whose personality is exemplified in the work. The work is considered an extension of the author’s being. In some sense the work is the author. The copyright approach, on the other hand, views artistic works as literary and artistic property». Sheri Lyn Falco, Esq. «The Moral Rights of Droit Moral: France’s Example of Art as the Physical Manifestation of the Artist», Archive vol. 2, 206, en: www.ibslaw.com/melon/archive/206_moral.

otros, vista de afuera, perspectiva esta que tiende a volverse en parte también perspectiva propia ya que se sufre la influencia de la opinión de esos otros».6 Pero cuidado: en la realidad del ejercicio autobiográfico, la o las perspectivas de los otros solo se tornan perspectiva propia cuando armonizan con la del autobiógrafo. Una perspectiva disidente (o simplemente inesperada, como la de Leavitt) se rechaza con vehemencia y «a la hora de la verdad», para usar una frase trivial sorprendentemente apta, prima el relato propio: el que yo sé que es mío, el que yo sé verídico porque lo digo yo. Al explayarse en detalle sobre la ilegitimidad de la novela de Leavitt, el ensayo de Spender, más allá de su título equívoco, confunde conceptos y añade otros criterios. Si bien intenta entablar juicio aduciendo el no respeto de los derechos de autor y del derecho moral, en su comentario incurre en críticas a Leavitt que relevan más del orden estético. Así por ejemplo, al observar que Leavitt, a pesar de cambiar los nombres, «almost exactly transcribed», transcribió casi exactamente, un incidente de su autobiografía, comenta despectivamente: Hace, sí, algunos cambios. En su versión, Edward-Jimmy es embarcado a escondidas y muere a bordo, de la misma muerte cursi que el protagonista de Eric, o poco a poco, la novela victoriana de Frederic William Farrar que, muy a principios de este siglo, se encontraba en todas las bibliotecas infantiles (small boys’ libraries).7

El cambio, aquí, se critica no en tanto cambio en sí (este sería el argumento basado en el «derecho moral», uno de cuyas subdivisiones es el respeto por la integridad de la obra) sino por ser un cambio estéticamente insatisfactorio. De nuevo aparece la noción del mal decir, ya no aplicada a la representación del sujeto sino a la retórica misma. Para Spender, Leavitt lleva 6 «An autobiographer is really writing a story of two lives; his life as it appears to himself, from his own position, when he looks out at the world from behind his eye-sockets; and his life as it appears from outside in the minds of others; a view which tends to become in part his own view of himself also, since he is influenced by the opinion of those others». Stephen Spender, «Author’s Introduction», World Within World, New York, Modern Library, 2001, p. xxvi.

7 «He does make some changes; in his version Edward-Jimmy is smuggled onto a ship, where he dies in the manner of the hero’s bathetic death in Frederic William Farrar’s Victorian novel Eric: Or, Little by Little, which in the early part of this century was in all small boys’ libraries». Spender, «My Life Is Mine: It Is Not David Leavitt’s».

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el episodio en cuestión de la lítote al decir excesivo, melodramático, «de mal gusto», que parecería ser, para el primero, su mayor defecto. Algo semejante ocurre con los episodios explícitamente homosexuales, que Spender repudia no porque revelen un secreto –«es evidente para cualquier lector de [mi] libro que entre Jimmy y yo hubo una relación amorosa»8– sino porque constituyen un desarrollo «pornográfico» que, de nuevo, viola su sentido estético. «Los añadidos fantasiosos del Sr. Leavitt a mi autobiografía, que encuentro pornográficos, por cierto no corresponden a mi experiencia o a mi idea de la literatura».9 La frase es ambigua: ¿se trata de «mi experiencia» como quien diría «lo que he vivido», o sea, una vez más, «mi vida», o es «mi experiencia de la literatura»? Es aquí donde la noción de «personalidad» se vuelve borrosa, pasando del concepto legal –la personalidad autorial– a concepto estético, vivencial, y sobre todo, a un concepto representacional. A Spender le molesta la novela de Leavitt no solo porque es plagio o préstamo no autorizado de su autobiografía, sino porque mancilla su personalidad, es una representación de su persona que juzga indeseable, que lo «deja mal», tanto en su comportamiento literario (ese «decirlo todo» melodramático al que él, Spender, nunca recurriría) como en su comportamiento sexual (los detallados, desaforados encuentros entre hombres). En suma, Spender la juzga una representación en la cual no se reconoce: yo no soy yo. Pero ¿cómo sabe el lector que se trata de una representación de Spender? Para bien o para mal, Leavitt no lo nombra en sus agradecimientos al comienzo de la novela, declarando que había sido su intención hacerlo pero que «el abogado de Viking Penguin le aconsejó omitir la referencia».10 Si esto es verdad o no, carece de importancia. Lo que importa aquí es que Spender (más bien los amigos que lo alertaron sobre el parecido entre el libro de Leavitt y el suyo) lo sabe, es decir, reconoce una imagen de sí («ese soy yo») y en el acto mismo la repudia («no soy ese yo») o acaso mejor: «ese es un yo que no quiero ser». O sea que –y la paradoja 8 «It will be clear to any reader of the book that between Jimmy and myself there had been a love relation», Spender, op. cit.

9 «Mr. Leavitt’s fantasy accretions to my autobiography, which I find pornographic, certainly do not corespond to to my experience or to my idea of literature», Ibid. 10 Leavitt, op. cit.

es solo aparente– es el mismo Spender quien, al llamar la atención sobre el presunto hurto de Leavitt y al llevar el asunto al dominio público y legal, confirma la identidad del personaje de la novela de Leavitt. Se identifica con el personaje de While England Sleeps con el propósito específico y simultáneo de desidentificarse. El proceso de identificación y desidentificación no termina allí. Aprovechando la controversia, St. Martin’s Press decide unos meses más tarde volver a publicar World Within World, de Spender, que estaba agotado desde hacía muchos años. Las reseñas de Publishers Weekly y Library Journal, órganos de difusión del mundo editorial y bibliotecario, mencionan específicamente el altercado, el primero refiriéndose al «juicio por plagio» iniciado por Spender; el segundo, con un comentario notablemente más explícito: «El libro fue también objeto de controversia cuando la relación homosexual de Spender se ficcionalizó en una novela pornográfica. Spender inició un juicio y la novela fue enviada la piqueta. Esta edición contiene una nueva introducción del autor».11 Unos años más tarde, la Modern Library publicó World Within World en su colección de clásicos e incluyó la respuesta de Spender a Leavitt en un posfacio. Esta vez, la solapa misma del libro llama la atención explícita sobre la controversia e identifica a Leavitt como autor de la discutida novela.12 Es decir que, de ahora en adelante, no es solo la novela de Leavitt la que incorpora (supuestamente de modo ilegítimo) la autobiografía de Spender, sino que es la autobiografía la que, en su más reciente avatar, postula como pre-texto la novela de Leavitt. Legítima o no, la novela de Leavitt ha pasado a formar parte de la autobiografía de Spender. Tanto es así que Spender, acaso sin tener total conciencia de la tácita aceptación de ese pre-texto que suponen estas palabras, escribió que las controversias «sobre el plagio, la naturaleza de la biografía y el tratamiento de la homosexualidad» lo «for11 «The book was also the center of controversy when Spender’s homosexual affair was fictionalized in a pornographic novel. Spender sued, and the novel was pulled. This edition contains a new introduction by the author», Library Journal, Copyright 1995, Reed Business Information, Inc. 12 «Out of print for several years, this Modern Library edition includes a new Introduction by the critic John Bayley and an Afteword Spender wrote in 1994 describing his reaction to the charges that David Leavitt plagiarized this autobiography into a novel», solapa de World Within World, New York, Modern Library, 2001.

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zaron a considerar si quería reescribir porciones de mi libro aprovechando cambios de actitud políticos, sociales y literarios. Sin embargo, a excepción de un nuevo prólogo, decidí conservar el texto de World Within World exactamente como era en 1950».13 Solo que el texto, después de la novela de Leavitt, ya no será nunca «exactamente como era en 1950». Al referirse abiertamente a la controversia, la solapa de la edición de la Modern Library recurre a una insólita frase: David Leavitt, dice, «plagiarized this autobiography into a novel», literalmente «plagió esta autobiografía a novela», como quien dice la tradujo a novela, o la transformó en novela. Este uso del verbo plagiar es tan insólito como agramatical, tanto en inglés como en español. Plagiar (recurro una vez más a la definición del diccionario que citaba el propio Spender) es «la ilegítima apropiación o hurto, y publicación en nombre propio, de ideas, o la expresión de ideas (de índole literaria, artística, musical, mecánica, etc.) de otra persona». Supone una reproducción idéntica, no un cambio ni transformación de una cosa en otra. Pero en este caso, efectivamente hay cambio, hay un traslado que Spender no menciona nunca, y es el cambio de género. Con el material tomado de la autobiografía de Spender (un episodio de diez páginas, según Leavitt; de treinta, según Spender) Leavitt escribe una novela en tercera persona y esta novela, si bien puede aspirar a reflejar mentalidades, no necesariamente se propone ser fiel a acontecimientos reales. And yet, and yet, como diría el maestro. En una movida algo perversa, Leavitt declara que se trata no solo de una novela sino de una novela histórica, es decir «una novela que en parte deriva de un episodio registrado en la autobiografía de Spender, World Within World, y también comentado en diarios suyos publicados y en numerosos otros libros sobre la época. […]». Y se pregunta a continuación: «¿Por qué elegí escribir sobre este episodio? Por el motivo habitual del novelista: se había adueñado de mi 13 «I am now 85, old enough to see new controversies surrounding my book, controversies that have involved the issue of plagiarism, the nature of biography and the treatment of homosexuality in literature. I have been forced to consider whether I would have wanted to rewrite portions of my book to take advantage of changed political, social and literary attitudes. However, except for a new introduction, I have decided to keep the text of World Within World exactly as it was in 1950», Spender, op.cit.

imaginación y no la soltaba».14 Es decir, While England Sleeps es, sí, una construcción de la imaginación inspirada en un hecho real inserto en un acontecer histórico comprobable (la guerra civil española), acontecer histórico sobre el cual el autor Leavitt se ha documentado y al que se refiere puntualmente. Esa documentación proviene de «numerosos libros» de historia pero, sobre todo, proviene de una autobiografía a la cual Leavitt (renovando, sin saberlo, el debate decimonónico sobre el género) hábilmente asigna estatus histórico. World Within World de Spender se ha vuelto, de pronto, documento, como los «numerosos otros libros» que dan fe de una época. Vengo usando términos como vida, ser y realidad un poco al descuido, lo sé. Y en el ejemplo que me tocaba personalmente y que di al principio recurrí al pretencioso «material autobiográfico», pero en realidad pensaba «mi vida». En el caso de Spender, este usa el término directamente: «my life». Esta atribución de ser ¿es una simple reacción paranoica ante lo que se percibe como hurto –personal, no textual– o es algo más? He hablado de textos y de personajes que, de un modo u otro –en la lectura de un crítico, en el adueñamiento que efectúa otro escritor, en la interpretación de un estudiante– pasan de ser texto escrito a ser existencia o algo que se reconoce como tal. Me detengo en ese gesto de reconocimiento porque aparece a cada paso. Al leer mi novela el crítico creía reconocer a Pizarnik. Los estudiantes de mi amiga asumían sin dudarlo que se trataba del caso clínico Molloy. Los amigos de Spender lo reconocían en la novela de Leavitt y, puesto sobre aviso, el mismo Spender se reconoció. Se me dirá que Pizarnik, Molloy y Spender son seres históricos que preexisten a la escritura de estas novelas y que al reconocerlos en el proceso de lectura solo estamos haciendo una lectura autobiográfica a la que tenemos todo el derecho. Pero recuerdo aquí que la autobiografía recurre a los mismos métodos que la ficción para elaborar su texto. El reconocimiento y la adjudicación del ser, ya en la lectura, ya en la escritura, no depende 14 «I had only written a novel –a historical novel– derived in part from an episode recorded in Spender’s autobiography World Within World, and touched upon as well in his published journals and numerous other books about the period. […] Why did I choose to write about this episode? The novelist’s usual reason: it caught my imagination and wouldn’t let me go», ibid.

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necesariamente de la preexistencia histórica del sujeto sino de la necesidad –acaso mejor, el deseo ferviente– del lector de proyectar existencia en todo personaje de ficción con el propósito de reconocer. El lector reconoce e identifica (o reconoce y rechaza) colaborando así en el trabajo de la ficción. Sin ese reconocimiento –que va más allá del effet de réel barthesiano– no hay ficción. Este proceso de reconocimiento se complica, a mi modo de ver, cuando ese lector que reconoce, o quiere reconocer, se apropia del proceso, quiere ser dueño del relato. Recurro una vez más a un ejemplo mío (a quién no le gusta hablar de sí), esta vez en relación con mi segunda novela, El común olvido. Mi intención en esa novela fue recrear, sí, fragmentos de una realidad vivida por mí, en la que se mezclaban experiencias propias, anécdotas escuchadas a otros, recuerdos míos y ajenos, y una buena parte de invención. No faltaron lectores que se reconocieran y que se divirtieron al reconocer con sorpresa personajes, incidentes, alusiones. Pero también hubo quienes, amistosamente, no diré que se quejaron pero sí dejaron constancia de su desacuerdo: «en realidad no fue así, fue de este otro modo»; oí más de una vez esa frase. En vano les decía que se trataba de una novela. «Sí, bueno, pero eso de veras pasó», refutaban. Tenía ganas de decirles que, porque eso en efecto había pasado, podía también pasar a ficción. Aquí recuerdo una historia de Olga Orozco, quien una vez le contó una anécdota de su abuela a Oliverio Girondo. Meses más tarde le escuchó narrar la misma anécdota a Girondo atribuyéndosela a su propia abuela. «Pero eso le pasó a mi abuela, no a la tuya», protestó. «No importa, Olguita –le habría contestado Oliverio–. Lo importante es que le haya pasado a alguien». Esto me lleva a considerar un tercer texto, Fragmentos de una infancia en tiempos de guerra, de Binjamin Wilkomirski, libro que, al inquietar la presunta realidad de las tres funciones del acto literario –autor, lector, mensaje– invita a una reflexión aun más compleja.15 Fragmentos… se presenta como la narrativa en primera persona de un judío polaco que pasó parte de su niñez en un campo de concentración y que fue 15 Binjamin Wilkomirski, Fragmentos de una infancia en tiempos de guerra, Trad. Rolando Costa Picazo, Buenos Aires-México, Editorial Atlántida, 1997.

adoptado al final de la guerra por una pareja de suizos. El relato, que la memoria colectiva del holocausto parecería volver incuestionable, fue aclamado por lectores, por asociaciones judías y por el Museo del Holocausto en Washington. En palabras de un crítico, el libro tenía «el peso de todo un siglo. La precisión fotográfica, impasible, de la mirada de un niño indefenso y las parcas palabras, pronunciadas en voz baja, hacen de él uno de los testimonios más importantes de los campos».16 No solo eso: el libro fue aclamado por los sobrevivientes de los mismos campos de concentración en que había estado el autor, quienes se reconocían en el relato y recordaban (es decir, revivían) los lugares, los eventos, los detalles. La realidad evocada por el texto no fue cuestionada. Así sucedió, por lo menos, durante un par de años. Entonces empezaron las interrogantes, las desconcertantes averiguaciones. Wilkomirski resultó no ser Wilkomirski sino un tal Bruno Dössekker, nacido Bruno Grosjean, quien no había salido nunca de Suiza. No era polaco, no era judío, no era sobreviviente, era simplemente un ser en disponibilidad que canibalizaba recuerdos ajenos y les agregaba elaboraciones propias, con el fin de dar testimonio y construir la persona del sobreviviente. Al reseñar el libro, un crítico, como salvándose en salud, ya lo había alabado en términos ambiguos. «Sin pretender ser literatura, este libro, con su densidad, su irrevocabilidad, y el poder de sus imágenes, reúne sin embargo todos los criterios de lo literario».17 El mismo Wilkomirski, curiosamente, había previsto esa posible lectura, indicando que «el lector puede elegir leer mi libro como literatura o como documento personal»,18 sin que esa pluralidad de lectura, a su juicio, comprometiera la realidad del libro. Sin embargo, cuando un periodista, Daniel Gainzburg, cuestionó directamente esa realidad y, luego de una investigación, la denunció como fraudulenta, Wilkomirski reaccionó de manera notable: físicamente. Acaso fuera un impostor, pero llevaba las experiencias relatadas en su cuerpo y dio testimonio de ellas somatizando. Abundan las anécdotas de las reacciones 16 Stefan Maechler, The Wilkomirski Affair. A Study in Biographical Truth, New York, Shocken Books, 2001, p. 113. Todas las traducciones de este texto son mías. 17 Maechler, op. cit., p. 114. 18 Maechler, op. cit., p. 131.

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físicas de Wilkomirski, sus sudores, su malestar, sus tartamudeos cuando se alude a ciertos incidentes de los campos. Ahora, frente a las revelaciones de Gainzburg, responde con todo el cuerpo: se encierra en su cuarto, reproduce la clausura del campo, sufre alucinaciones: «allí estaba, hablando solo en ruso, llamando a Jankl a gritos y pidiéndole pan»,19 escribe un amigo. Este reaccionar psicosomático, este asumir con el cuerpo, normal en quien revive una experiencia traumática, se suele ver como una prueba contundente de la realidad vivida por el individuo. Si, como lo ve un crítico, Wilkomirski recurre a una «estética de facticidad»,20 se trata de una facticidad somática, que borra toda duda con respecto a la realidad del relato y, por extensión, al personaje que narra. Wilkomirski, alias Bruno Dössekker, o Bruno Dössekker, alias Wilkomirski, pone el cuerpo. Pero en este caso, el hecho de que el narrador narra recuerdos que no corresponden a quien firma el libro, que imposta la memoria de un otro-que-él al punto de que incorpora, literalmente, esos falsos recuerdos, cuestiona, para ciertos críticos, la realidad de la experiencia. (Esta fue una de las mayores preocupaciones de las asociaciones judías, inquietas de que el testimonio, una vez revelado como impostura, apoyara las declaraciones de los negadores del holocausto.) Wilkomirski era un impostor. ¿O no? Dejo abierta la pregunta y resumo. Una novela, la mía, de la que me cuesta decir que fue tomada de «mi vida», a la vez que me exaspera que la tomen por una vida ajena despojándome así de mi ser ficticio; otra novela, la de Leavitt, en la que ciertos lectores reconocen a Spender y en la que el propio Spender se reconoce, pero como lo que no quiere ser, y por lo tanto, la denuncia; un tercer texto, acaso el más complejo, el de Wilkomirski, reconocido por los lectores como real pero cuyo narrador y protagonista se devela como un ser fantasmático creado por el autor; por un autor que sin embargo acusa psicosomáticamente en su cuerpo –¿el cuerpo de quién?, ¿del ser narrado?, ¿del que escribe?– los traumas del protagonista del libro. Al plantear así la realidad de la ficción y cuestionar el derecho que se tiene sobre ella, no sé en qué medida contribuyo a un debate crítico sobre el tema. Porque la realidad de la ficción es escurridiza, 19 Maechler, op. cit., p. 130. 20 Maechler, op. cit., p. 118.

se nos va de las manos. Acaso en eso, y solo en eso, coincida plenamente con la realidad de nuestras vidas.

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«El realismo mágico en la creación literaria francesa de hoy» Véronique Ovaldé Conversación con Mauricio Electorat

Hace tiempo que los libros de Véronique Ovaldé aparecen cada dos y hasta cada un año, lo que suma un total de once novelas desde el año 2000. Su obra se ha traducido al italiano, alemán, rumano, portugués, inglés, coreano, chino y finlandés. Lamentablemente para nosotros, mientras el mundo goza leyendo a esta talentosa autora, solo contamos con una obra traducida al español. Esta fue publicada por la editorial Salamandra en el año 2011 y su título es Lo que sé de Vera Cándida. En el año 2008, con su novela Y mi corazón transparente, aún no traducida al español, ganó el premio France Culture-Télérama. Su siguiente novela, Lo que sé de Vera Cándida, también le permitió cosechar grandes premios. Uno de ellos fue el Renaudot, un galardón de gran prestigio, en una versión especial: el Renaudot de los Liceanos, llamado así porque en este se sustituye a los críticos habituales por ávidos lectores de enseñanza media. Si lo tuviésemos en Chile sería conocido como el Premio de los Pingüinos. Ese mismo año y por la misma novela recibió el premio de la televisión francesa, y al año siguiente, el premio otorgado por las lectoras de la revista Elle, que distinguieron este libro como la obra de ficción de mayor imaginación y excelencia del año 2010.

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Los críticos caracterizan la novela Lo que sé de Vera Cándida como una narración cercana a la estética narrativa del boom latinoamericano, especialmente en su vertiente del realismo mágico. Su estrategia se fundamenta no solo en la construcción de una historia, sino también en el poder evocador del lenguaje. Esto la lleva a una escritura que corre el riesgo de la sobreadjetivación, riesgo que la autora ha logrado manejar con destreza, provocando en los lectores fascinación y lealtad. En el mes de mayo de 2014 conversó con Mauricio Electorat en la Cátedra Abierta UDP como parte del programa en Chile, Argentina y Uruguay del festival «Las Bellas Francesas», organizado por Januario Espinoza y el Instituto Cultural Francés. Mauricio Electorat: Querida Véronique Ovaldé, bonjour, bienvenida a la Cátedra Abierta de la UDP en honor a Roberto Bolaño. Hay que decir que llama la atención el estilo de Véronique Ovaldé, que podría ser perfectamente un cierto tipo de literatura latinoamericana. Más tarde lo ilustraré con un par de párrafos que he traducido para que todos veamos cómo escribe Véronique. Pero antes quisiera preguntarte: ¿Cómo surge en tu caso una idea creativa? ¿Cómo comienzas a escribir? He leído lo que dices en una entrevista –lo traduzco a vuelo de pluma–: «Mi método, si es que hay uno, es escribir en la oscuridad, no sé adónde voy, ni cómo voy, conozco vagamente el destino y no hago sino convocar e invocar». Me interesa mucho esto, y creo que a muchos de nosotros nos interpelan, precisamente, esas dos palabras: convocar e invocar. Me gustaría preguntarte: ¿cómo es eso? ¿Cómo vives ese proceso? ¿Qué significa esto? Véronique Ovaldé: Convocar e invocar pienso que es el suceder de una práctica de escritura que viene de la infancia. Tuve desde muy temprano una relación con la escritura más bien mágica, como si esta pudiese convocar. Convocar algo, convocar gente, historias, personajes, tuve mucha confianza en esta cualidad de la literatura, que en cierto sentido es una confianza tremenda en el imaginario. Aunque el imaginario para los escritores en Francia sea una palabra incómoda y en la actualidad los autores franceses contemporáneos no reivindiquen ese imaginario que para muchos se ha convertido casi en un insulto.

Repiten que la novela está muerta, que la ficción está muerta, pero como yo comencé a escribir de pequeña, lo hice con lo que tenía a mi alcance, invocando. Esa invocación me era natural y evidente. Lo es menos hoy en día. En el fondo es cada vez más difícil. ME: Entonces ¿quieres decir que la posibilidad de la ficción tiende a desaparecer con la edad? ¿Que en la medida en que uno crece va siendo más difícil justamente esa invocación en la ficción? VO: La ficción es cada vez más difícil. En cierto sentido es una convocación al niño que está en uno. La ficción es el placer de narrar y la propia narración. Creo que fue Robert Lewis Stevenson quien dijo que toda narración responde a un deseo ardiente del que lo lee. ¿Qué es ese deseo? Es una especie de apetito de correspondencia y de coincidencias. ME: Un apetito de coincidencia con el lector. VO: El lector ve ese placer y el apetito. Quien escribe, quien narra, también tiene esa relación con el mundo. Cuando publiqué Lo que sé de Vera Cándida –y también pasó con las demás novelas publicadas en Francia–, aunque fue bien recibida por la prensa, también decían que yo era una «cuenta-cuentos». Lo consideré despectivo. Ese es el mayor problema de la ficción y de la novela en general. ME: Hablando de la infancia, García Márquez, que como todos saben ya no está con nosotros desde hace unas horas, decía que justamente él no había escrito absolutamente una sola línea que no estuviese relacionada con su infancia, hasta por lo menos sus ocho años. Yo creo que tú podrías subscribir a esa afirmación. Y por otra parte, no hay que olvidar un episodio, relacionado con esto que dices del trato despectivo de la crítica. Me parece muy divertido: recuerdo un episodio muy conocido de la historia de la literatura latinoamericana. Carlos Barral, el gran editor del boom, director y dueño de Seix Barral, quien implantó el boom latinoamericano en España y en el mundo, rechazó el manuscrito de García Marqués de Cien años de soledad, diciendo que era un narrador oral del norte del África. Este pequeño traspié le fue reprochado durante toda su existencia.

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Me gustaría que nos contaras un poco más de esa relación entre el lenguaje poético y la estructura narrativa, porque justamente cuando dices «no sé a dónde voy» al comenzar a escribir, quizás lo haces con una frase, con una imagen, invocas, convocas… ¿cómo lo vas haciendo? VO: La imagen es muy importante, quizás caminando en la calle veo alguna cosa que de repente corresponde a algo que se anima, puede ser una imagen o una palabra que escuche, una evocación. Comienzo un libro con una frase como «La mujer de Lancelot murió esta noche». Cuando inicio, no sé quién es Lancelot, no sé quién es su mujer; escribo esta frase en la noche, la noche es muy buena para la evocación y la convocación; escribo esta frase y luego continúo: se llama Lancelot, ¿por qué se llama Lancelot? Y en el párrafo siguiente empiezo a describir y a explicar que su mujer lo llamaba Paul porque Lancelot no se podía llamar así, nadie puede tener ese nombre. ME: Es un nombre difícil. VO: Este Lancelot surge, su mujer muere, entonces me pregunto si tengo ganas de saber qué pasó. Sigo con esta historia y trato de saber quién es Lancelot, su mujer y la relación que tenían, por qué está muerta, y qué iba a hacer Lancelot a continuación. Y resultó que, en la medida en que fui escribiendo, la mujer de Lancelot no resultó ser quién él pensaba. Después de su muerte, fui buscando poco a poco junto a Lancelot quién era realmente su mujer. Terminó siendo un libro sobre la opacidad, sobre el enigma de los seres. Este Lancelot era un caballero un poco vulnerable que estaba buscando la luz, lo cual se puso en marcha en la medida en que la escritura de la novela fue avanzando. El proceso de una novela es muy largo, son miles de horas. Hoy ya no trabajo de esa manera, ahora necesito saber por lo menos un poco de lo que se va a tratar la novela. ME: ¿Qué quiere decir? ¿Que tienes el tema? ¿Una estructura vaga, algo? VO: Un personaje por lo general, alguien a quien me das ganas de seguir. ME: Ese personaje tiene algunas características…

VO: En general tiene pocas características, pero importantes, aunque es una silueta borrosa. Mi última novela, La gracia de los pillos, trata la historia de una mujer escritora, es su biografía ficticia, desde su nacimiento hasta que muere. Nacida en un pequeño pueblo menonita de Canadá, va a desarrollar su vida de escritora en California en los años setenta. ¿Por qué escribí este libro en este momento? Lo que me interesaba en aquel entonces era cómo escribir la vida de otra persona, cómo narrar la propia vida, cómo hacemos con todas estas decisiones injustificables de la vida. Cómo hacemos para narrar la historia de alguien para que se vea coherente y qué hacer con lo que está incompleto. Por eso, forma y fondo se encuentran ahí y lo que me interesa es esa forma ficticia. Me interesaba un personaje de mujer que fuese escritora. Muchos de mis libros hablan de la emancipación, de la posibilidad de liberarse de una tiranía. ME: Quizás haya pocas tan difíciles como ser mujer. VO: Justamente por eso narro la historia de una mujer escritora, ese estatuto en especial me interesa. En Lo que sé de Vera Cándida, son generaciones de mujeres bajo dominación. Dominación masculina, familiar, una dominación que se lleva a cabo mediante la transmisión, como la que me ha hecho mi madre. Ya sabes, las madres hablan y transmiten cosas a sus hijas. A menudo pienso que es terrible lo que debo arrastrar que proviene de mi madre. Hay cosas que quería tomar y otras que no las quería en lo absoluto. Mi madre nace antes de la Segunda Guerra Mundial, en un pequeño pueblo del norte de Francia. Empieza a trabajar a los catorce años. Cuando nació, las mujeres no tenían derecho a voto. Se casó a los diecinueve años; entonces las mujeres no tenían derecho a trabajar sin que el marido estuviera de acuerdo. Yo, en cambio, nací en los setenta, pero la información que recibí de esa mujer fue que «el mundo funciona así». Ahora sé lo que quisiera heredar de mi madre, que es una mujer maravillosa, pero me produce rechazo el que haya aceptado la dominación, me consterna, pero debo lidiar con eso de todas maneras. No sé si en Chile sucede, pero en Francia, durante mucho tiempo, se decía que las mujeres no se podrían casar después de los veinticinco años,

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era mal visto. Después de esa edad se les llamaba «catrineta». Era la mujer vieja, la solterona. Mi mamá me hablaba de eso cuando pequeña. Entonces yo no le discutía, le decía «sí, sí, sí», pero por dentro pensaba: «a mí me da lo mismo, escribo historias, soy grande, no seré como tú». Pero después, mucho tiempo después, cuando ya me había separado, divorciado, me di cuenta de que me había casado justo antes de cumplir veinticinco. No recuerdo haberme sentido presionada, veía esa idea como algo del pasado, pero de todas maneras terminé cediendo. En cierto sentido, entonces, es difícil ser mujer, es un peso. Y en cuanto a las mujeres escritoras, en Francia hay algo particular. Las mujeres publican tanto como los hombres, pero sorprende que la literatura femenina contemporánea está muy subvalorada. Las mujeres son entrevistadas, aparecen en los diarios, pero en reportajes sobre mujeres, no en algo que tenga relación con lo literario. Les preguntan datos de moda, dónde comprar un vestido bonito. Todo el mundo lo da por hecho, se acomoda y ya llega a ser una broma. A fin de cuentas, en el premio Goncourt, que es el gran reconocimiento literario de Francia, de los doce autores seleccionados por lo general diez son hombres. ¿Qué revela eso? ¿Qué nos dice? Implícitamente comunica a los lectores y a los medios que los libros escritos por hombres son mejores.

ME: Bien, para continuar en el tema de las mujeres, voy a leer un par de párrafos para que escuchemos cómo escribe Véronique. Hablando de las mujeres, aquí hay una transposición, precisamente de esta historia de Vera Cándida, en una atmósfera que es el Caribe, que obviamente no es una historia identificable de inmediato en un contexto que uno podría decir «francés», entonces:

ME: Me parece difícil que en Francia alguien diga que los libros de hombres son mejores que los escritos por mujeres.

VO: Vera Cándida es mi séptima novela, y ninguna de mis novelas se desarrolla en Francia. Lo intenté. Pero creo que, de cierta manera, escribir una novela que ocurra en París mataría un poco a esta evocación, este tipo de evocación de la que hablaba. Necesito no tener ese paisaje a mi alcance, quizás esquivarlo. Este esfuerzo de la imaginación, tanto por parte del autor como por parte del lector, es algo que me interesa. Además, el Caribe me es de alguna forma familiar por más de una razón: por mi apellido, que es vasco-español; porque me unían lazos a América Latina: en mi familia muchos emigraron a Argentina. Cuando era niña en Francia ese tío de América me hacía soñar con la posibilidad de vivir otra vida. Ese tío de Buenos Aires aparecía en las conversaciones domésticas. Me decían a menudo «ya tienes un pie allá». A mis veinte años en París tuve contacto frecuente con los exiliados chilenos, argentinos, cubanos, fui parte

VO: No lo dicen, pero lo piensan. ¿Qué lo revela? Que entre los doce mejores libros del año hay solo dos autoras. Toda esa discusión fue importante en el tiempo en que escribí Lo que sé de Vera Cándida. Leí muchas historias de violencia contra las mujeres. Recuerdo a un intelectual mexicano afirmar que «todos somos hijos de la violación», y eso me chocó bastante. Leí también 2666 de Bolaño, recuerdo la violencia de los asesinatos de mujeres. Leí sobre los femicidios, pensé que no sería divertido ser una mujer en Pakistán o en Irak, porque aunque suene loco, en el mundo es mucho más difícil ser una mujer que un hombre. Puede que tampoco sea fácil ser un hombre, pero hay algo en la veta de esa discusión.

Rosa Bustamente, la abuela materna de Vera Cándida, antes de transformarse en la mejor pescadora de peces voladores de este pedazo de mar, había sido la puta más bella de Bata Purna. A los cuarenta años, considerándose demasiado vieja para continuar su ministerio, Rosa había dejado de ser puta, no se veía trabajando solamente de noche para no asustar a los clientes y tampoco se imaginaba haciéndose pequeñita en su viejo colchón de manera que sus blandas redondeces se confundieran con los pliegues de las sábanas.

No parece una historia de un escritor francés, me da la impresión de estar leyendo a un autor latinoamericano traducido al francés. Por eso hablaba de García Marqués, también he visto que hay alguna referencia a Jorge Amado. ¿Por qué esta transposición en un escenario, diríamos, una atmósfera, tan radicalmente distinta de lo que podríamos esperar de un novelista francés?

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de ese círculo, eran mis amigos. Leí mucha literatura de América Latina, también japonesa y anglosajona, pero me gustó mucho la pluralidad de la literatura latinoamericana. Leí a Roberto Bolaño, a Diego Antúnez y la escritura latinoamericana en español. Todo lo que leí lo asimilé como parte de la identidad de ese mundo. Cuando quise contar la historia de esa generación de mujeres que buscaban traspasar algo a la próxima generación, ya no se trataba de un problema individual, de un momento de crisis en una sola persona. Todas mis novelas anteriores se trataban de eso. Ahora, con Vera Cándida, ya no. En esa empresa se volvió natural escuchar las voces de otros escritores, como García Márquez. Al igual que sus libros, el mío tiene un comienzo con lenguaje mitológico, pero luego voy cambiando el tono. ME: Sin duda la introducción es muy latinoamericana. No sería raro pensar que se trata de una novelista de las Antillas. Nosotros, lectores de tus libros en Latinoamérica, vemos en tu escritura a la «gran literatura latinoamericana», la de García Márquez, la de Álvaro Mutis. Comprendemos entonces su efecto en Europa, en la nueva generación de autores europeos, especialmente el de García Márquez, quien acaba de morir hace cuatro días. Esto habría sido imposible antes del famoso boom. VO: En cuanto a la repercusión en los autores franceses… Pero el joven escritor francés le tiene cierta desconfianza a la ficción, a la narración. Descarta la influencia de García Márquez, aunque le gusta mucho la literatura latinoamericana, sobre todo la del realismo mágico. ¿Qué autores franceses contemporáneos se leen aquí? ME: Probablemente en Chile, el autor francófono actual más conocido sea Houellebecq. VO: Pero entonces ¿por qué dices que la mayoría de los textos que salen de Francia son novelas que ocurren en París en un típico edificio Haussmann? Quizás se deba a que esa es la imagen difundida por los medios de comunicación. Pero déjame advertirte que la literatura francesa es muy diversa, aunque como en todas partes hay un estereotipo que domina. Durante un tiempo se le asignó una etiqueta a la literatura francesa, que todos repitieron. La literatura

francesa, decían, se mira el ombligo. Pero se trata de un error muy grave, ya que se trata de una literatura diversa. Hay autores que hacen cosas muy distintas entre sí y da risa esto del «ombliguismo». Lo notable es la reacción de los escritores ante ese mote, muchos decidieron ya no escribir sobre sí mismos y se formó una corriente interesada en hechos cotidianos o en personas reales. ME: ¿No te parece que ese es un fenómeno universal? Algo relacionado con la pérdida de importancia de la ficción. En esta sociedad absolutamente globalizada en la que vivimos, la ficción ha perdido prestigio. Cuando uno lee tus novelas se da cuenta que tú estás en la ficción pura, en ti prima la poesía, no necesariamente la poesía del lenguaje, no a lo Joyce, pero sí en esa búsqueda, en esa invocación. Para cerrar, esa convocación tiene que ver con una búsqueda que es tan poética como ficcional a fin de cuentas. En tu trabajo hay mucho más de invención que de referencia a una realidad reconocible inmediatamente. VO: Por eso me aparto del lugar donde estoy para escribir una novela. Busco ese desafío. ME: Recurres a un territorio de tu infancia que es ese espacio mítico de América Latina, el tío de América, esas historias escuchadas en tu casa, en tu infancia. VE: Es importante lo que dices, es preciso. Para mí la ficción reina y la poesía es muy importante también. Escribo novelas porque es un tipo de libertad absoluta. Y también, sin lugar a dudas, esa libertad deriva del hecho de que me eduqué sola en las letras. Vengo de un medio donde nadie lee y no estudié literatura. Eso a veces me ha traído problemas de legitimación. Pero no cambio esta libertad por nada, entré sola a un bosque y tomo decisiones mientras voy caminando.

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Tanto la ciencia como las humanidades se basan en la narrativa Presentación de Bruno Arpaia

Hace apenas cincuenta años, en una famosa conferencia en la Universidad de Cambridge, Charles Percy Snow, señalando con el dedo a las «dos culturas», acusó la división entre el conocimiento humanístico y científico. El problema planteado por Snow era viejo pero no antiguo: data de mediados del siglo XIX. Fue desde entonces, de hecho, que la ciencia empezó a ser considerada una categoría separada de la cultura, en lugar de una parte fundamental. A partir de ese período, mientras para los científicos (o al menos para la mayoría de ellos) era «normal» acudir a la literatura, la música, el arte y la filosofía, los humanistas habían comenzado a ignorar las teorías bellamente científicas. Hoy, cincuenta años después del discurso de Snow, el problema persiste y es tal

vez aun más grave: en nuestra sociedad, se puede ser considerado educado si se conoce a Dante, Mozart, Caravaggio o Platón, pero la ignorancia de Einstein, Heisenberg o Darwin no se considera relevante para determinar el grado de nuestra cultura. Después de todo, basta con ver la forma en que muchos medios de comunicación, no solo italianos, se refieren a la ciencia: la escasez de información, la precisión, la inexactitud, la preferencia por la «noticia» espectacular, a menudo distorsionada, confinamiento no verificado de los eventos científicos a «guetos» , como si la ciencia no fuera una cultura de pleno derecho y no palpitara con fuerza en nuestras vidas todos los días, sobre todo en nuestro tiempo y en nuestra sociedad, con razón llamada «sociedad del conocimiento».

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Quiero decir, aparte de toda crítica posible (a veces correcta y pertinente) dirigida a Snow, que aun hoy en día las «dos culturas» no hablan o hablan muy poco. Esto es especialmente cierto en Italia, donde el idealismo de Croce y Gentile, incluso bajo disfraces marxistas, contó y cuenta mucho. Por lo tanto, la separación y la falta de comunicación entre las dos zonas ha llegado a su apogeo en las últimas décadas y solo ahora parece iniciar su espiral descendente. Los humanistas y eruditos, por un lado, y los científicos, por otro, han caído en manos de los prejuicios mutuos, que están incrustados en la imaginación, muy arraigados y fortificados como una inexpugnable ciudadela. Y es a derribar la fortaleza que debemos asistir. Porque solo si te las arreglas para socavar esos prejuicios desde el fondo del imaginario colectivo serás capaz de volver a las dos culturas, relacionadas apropiadamente. No, más aún: hay que ir más allá, incluso más allá del concepto de una «tercera cultura» elaborado primero por Snow, y luego retomado por el gran pirata inteligente John Brockman, el creador de Edge. Sí, porque no solo es cierto que, en conjunto, las artes y las ciencias forman nuestra cultura; también lo es que tienen una unidad sustancial, son una sola cosa. Recuerdo a Primo Levi: «La distinción entre el arte, la filosofía, la ciencia no la conocían Empédocles, Dante, Leonardo, Galileo, Descartes, Goethe, Einstein, ni los constructores anónimos de las catedrales góticas, o Miguel

Ángel; ni la conocen los buenos artesanos de hoy, ni los vacilantes físicos en el borde de lo conocible». Para darse cuenta de ello, solo hay que cavar un poco bajo las aparentes diferencias. La primera cosa que se descubrirá es que, por extraño que pueda parecer, tanto la ciencia como las humanidades se basan en la narrativa, en la historia. Como escribió Giuseppe O. Longo, «el arte, el mito, la filosofía, la ciencia, la tecnología, a través de diversas formas de narrativa intentan, en última instancia, reconstruir el mundo, o mejor, sustituir el mundo, entregando un mundo artificial, más simple y a medida del hombre». Buscan, en definitiva, «poner las cosas en forma», para ordenar un poco el caos y lo complejo de la realidad en la que estamos inmersos, para que sea legible sin insultarla, sin reducirla a «modelos» que luego, casi sin darse cuenta, se llevan a cabo. Yo creo que su ADN narrativo es en esencia la lucha contra el reduccionismo. De hecho, según Longo, «incluso la ciencia está hecha de historias, aunque se ha creado un lenguaje propio, del que ha tratado de eliminar la ambigüedad, y se ha centrado en clases de fenómenos y no en pruebas individuales». Como resultado, la ciencia y, por ejemplo, la literatura, tienen muchas más cosas en común de lo que parece a primera vista, no importa lo que piensen los científicos y los eruditos hard-core. Pero hay más, mucho más. Sin que los humanistas lo supieran, el siglo XX transformó radicalmente

la ciencia. Antes de la revolución desatada por Einstein y la mecánica cuántica, la ciencia parecía «exacta», mecanicista y determinista: en frío, de hecho. Entonces la relatividad y la cuántica nos han dado poco a poco un modelo basado en indeterminaciones e incertidumbres científicas acerca de la verdad como una probabilidad. La ciencia, en definitiva, se ha transformado, abandonando el supuesto de que las condiciones iniciales, si se conocen perfectamente, pueden conducir a un conocimiento más preciso de la evolución de un sistema. Al mismo tiempo, las áreas previamente asignadas a las humanidades, como los sentimientos o emociones, cada vez más se leen y explican a la luz de las teorías científicas. En palabras de Thomas Maccacaro, «podríamos decir que la ciencia, con sus incertidumbres se convierte en “humanismo”, mientras que el humanismo se convierte en “ciencia”». Pero no es todo. Como señaló Ernesto Carafoli, mientras alguna vez se creyó que la ciencia buscaba la verdad y que el arte estaba destinado a la belleza, hoy podemos decir con seguridad que la investigación es, a la vez, la belleza de la verdad, un gran punto de contacto entre las dos culturas. No solo la belleza, sino el arte vivo. Cómo no pensar en las declaraciones de Paul Klee, que afirma que «el arte no reproduce lo visible, sino que lo hace visible», o en las palabras de Picasso, de que «el arte es una mentira que nos permite llegar a la verdad». Incluso la novela de ficción es otra forma

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de verdad. Según lo escrito por José Manuel Fajardo en su novela Más allá de los mares, lo que «hace creíble la imaginación, convierte la ficción en una forma de conocimiento». Por el contrario, la búsqueda de la belleza es una cultura científica importante y necesaria. Puede parecer extraño, pero ahí está. Por ejemplo, todos los matemáticos respetables están dispuestos a sostener que las ecuaciones estudiadas o inventadas no son solo éxitos o fracasos, sino también son hermosas o feas. Es más, como afirma el gran Paul Dirac, la belleza de una ecuación es más importante que su exactitud, en el sentido de que si una ecuación es hermosa, tarde o temprano va a demostrar ser exacta. Y no solo en las matemáticas: el concepto es general. Una famosa afirmación de Jacques Monod indicaría que una teoría hermosa puede no necesariamente revelarse exacta, pero una teoría fea siempre será definitivamente errónea. En resumen, como escribió John Banville, «en un cierto nivel, esencial, el arte y la ciencia están tan cerca que es difícil distinguirlos». También porque hay un área adicional en la que el marco teórico de las «dos culturas» se derrumba como un castillo de naipes al primer soplo de viento, y eso corresponde a los procesos creativos de diversas disciplinas. Por una parte, existe el llamado «método científico», y por otra, la otra inspiración. Pero ¿es realmente así? Mientras muchas personas no expertas creen que escribir una novela o pintar un cuadro son procesos

activos, por así decirlo «libres» y se llevan a cabo casi en medio de un trance creativo, de liberación de la imaginación, el médico sabe muy bien qué es exactamente lo contrario. Basta con leer las cartas de Flaubert a Louise Colet para ver cómo mucha disciplina, una cantidad no despreciable de esfuerzo, de trabajo repetitivo, y mucha concentración están detrás de todas las páginas de Madame Bovary. O, simplemente, recordar las palabras de García Márquez sobre su propia obra: diez por ciento de inspiración y noventa por ciento de transpiración y sudor. Una creación, cualquier invención, en suma, no solo proviene de una mera fantasía del inconsciente sin restricciones. La longitud de los capítulos de Dickens fue determinada por la necesidad de imprimir en forma de serie en el periódico. Una capacidad similar para sacar provecho de la presión de la materia también se «escucha» en las obras de Miguel Ángel, quien, como señaló Shklovsky, amaba elegir bloques de mármol dañados, porque de esta manera dio poses inesperadas a sus esculturas. ¿Y el trabajo del científico? No es muy diferente. Voy a dar solo dos ejemplos. El primero es el del gran matemático y físico Henri Poincaré. Él mismo dijo que había trabajado duro por mucho tiempo, de manera deliberada y consciente, en busca de aquello que llaman funciones fuchsianas, pero que siempre estuvo frente a un callejón sin salida. Entonces, un día… Dejé Caen, para tomar una caminata geológica bajo el

auspicio de la Escuela de Minas. Los acontecimientos del viaje me hicieron olvidar mi trabajo matemático. Habiendo llegado a Coutances, abordamos un autobús para ir a un lugar. Cuando puse un pie en el estribo, tuve una idea para la que ninguno de mis pensamientos anteriores parecía haberme preparado, de que las transformaciones que utilicé para definir las funciones fuchsianas eran idénticas a las de la geometría no euclidiana. No comprobé la idea; no tuve el tiempo mientras estaba tomando el autobús. Seguí en una conversación anterior, pero me sentí completamente seguro. Al regreso a Caen verifiqué apropiadamente el resultado.

Una iluminación súbita, después de meses y meses de aplicación continua y consciente. El segundo ejemplo es el de João Magueijo, cosmólogo portugués en el Imperial College de Londres. En su libro Más rápido que la luz, Magueijo escribe: En las primeras etapas de desarrollo de una nueva idea, en esa zona gris donde las ideas no son aún ni buenas ni malas sino solo sombras de la «probabilidad», nos comportamos más bien como artistas, dejándonos guiar por el temperamento y el gusto. En otras palabras, se parte de una idea, un sentimiento, o incluso del deseo de que el mundo funcione de una manera única, entonces procedemos con el presentimiento, que a menudo permanece tercamente pegado mucho después de que los

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datos indican que, probablemente, estamos llevándonos a nosotros mismos y a los que creen en nosotros a un aprieto. Al final nos quedamos con la experimentación, que desempeña el papel de un juez principal en este litigio.

Como se puede ver, no hay casi ninguna diferencia entre estos dos ámbitos. Solo se necesita de una imaginación a la vez rica y precisa. El gran napolitano Eduardo Caianiello, físico y cibernético, declaró: «Yo no dudaría en afirmar que la ciencia está hecha de una mezcla inextricable de arte, tecnicismos y método». Cualquier escritor que se precie no dudaría en sustituir la palabra «ciencia» por «literatura», para decir lo mismo de su novela. Por lo tanto, a pesar del sentido común, no son tan diferentes los ojos con los que científicos y artistas ven en el mundo: si un escritor utiliza grandes dosis de imaginación, un físico no es la excepción. Un físico teórico, hoy, utiliza tal vez mucho más la imaginación que muchos narradores. Si no, sería imposible procesar los supuestos que forman la base de gran parte de la física del siglo XXI, lo que se anunciaba más allá del «modelo estándar» y que hace tan solo una década parecía confinado al reino de la ficción. Y, como sucedió en los días de Galileo y Kepler, y luego en los de Einstein y Schrödinger, la investigación científica de la realidad está a menudo completamente subvertida a la imaginación de la gente común en su vida cotidiana, mientras que la imaginería literaria y

artística ha proporcionado muchos conocimientos físicos para comprender mejor la realidad. Así que la pasión y la imaginación que llevan a los escritores a escribir novelas, y a los físicos a explorar los rincones más remotos de la materia, el espacio y el tiempo, me parecen tejidas de la misma sustancia, del mismo deseo de conocimiento, las mismas preguntas tan profundas acerca de la vida en este remoto planeta de una estrella pequeña en un dispositivo de la galaxia del cosmos. Traducción por Marianela Pérez C.

Conferencia

El cerebro y el arte de la ficción* Jorge Volpi

En su discurso tras recibir un importante premio literario, un célebre escritor estadounidense confesó que adoraba las novelas porque, a diferencia de casi cualquier otra cosa, estas no sirven para nada. No sé si la memoria me engaña; y como habrá de verse más adelante, a fin de cuentas tampoco importa demasiado. Para el escritor neoyorquino real, o para el que ahora dibujo en mi mente (¿o debería decir en mi cerebro?), la ficción literaria, y acaso toda manifestación artística, se distingue por carecer de un fin práctico fuera de lo que suele llamarse, con cierta pedantería, el goce estético: no es ni el primero ni el último en suscribir esta tesis. Una tesis de incierto origen romántico que, como trataré de demostrar en estas páginas, es esencialmente falsa. Solo en las sociedades que han llegado a ser lo suficientemente prósperas o lo suficientemente descreídas, las obras de arte han sido apreciadas como tales: objetos valiosos, susceptibles de ser comprados o vendidos, pero cuyo valor no depende de su utilidad, sino de la vanidad de sus dueños o la codicia de sus admiradores. Durante buena parte de la Antigüedad, con excepción quizás de la Atenas de Platón o la Roma imperial, mientras se prolongaron las esquivas sombras * Prólogo al libro Leer la mente de Jorge Volpi (Alfaguara, 2011), que constituyó la referencia principal del autor para este diálogo sostenido con Bruno Arpaia.

del Medioevo e incluso en otros momentos puntuales de la historia, un artista o un artesano jamás hubiese suscrito una idea semejante: a sus oídos no solo hubiese sonado herética, sino absurda. Su trabajo resultaba tan práctico, aun si se trataba de una praxis simbólica, como el de un herrero, un talabartero o un sastre. El arte era o bien decorativo o bien religioso, y nadie se hubiese ofendido al reconocerlo. Sostener esto hoy, en una época en apariencia tan laica como la nuestra –en el fondo más indiferente que escéptica–, resulta casi blasfemo: solo un artista menor o descarriado, o un provocador, se atrevería a sugerir que su trabajo sirve efectivamente para algo, o para mucho. Todavía hoy, son mayoría quienes piensan que sus obras –otro concepto rimbombante– son productos absolutamente individuales, resultado de su originalidad y de su genio (es decir, de su arrogancia), sin otro fin práctico que permitirles ganarse la vida al comerciar con ellas. Se equivocan: en su calidad de herramienta evolutiva, el arte no puede sino perseguir una meta más ambiciosa. ¿Cuál? La obvia: ayudarnos a sobrevivir y, más aun, hacernos auténticamente humanos. (Adviertes en mis palabras cierto menosprecio por el arte. No es tal. Creo, más bien, que quienes sacralizan el arte y lo colocan en un pedestal inalcanzable, producto de la inspiración divina o, en nuestra época, del talento o el copyright, pierden de vista el bosque por contemplar un solo árbol, por magnífico que sea). Que el arte exista en todas partes –las distintas sociedades humanas han conocido y desarrollado sus distintos géneros de maneras básicamente similares– debería prevenirnos sobre su carácter de adaptación por selección natural. Una adaptación sorprendente, qué duda cabe, pero a fin de cuentas tan útil como el tallado de hachas de sílice, la organización en clanes o la invención de la escritura. Porque, como habremos de ver más adelante, el arte, y en especial el arte de la ficción, nos ayuda a adivinar los comportamientos de los otros y a conocernos a nosotros mismos, lo cual supone una gran ventaja frente a especies menos conscientes de sí mismas. En contra de la opinión del novelista neoyorquino, resulta difícil pensar que el arte haya surgido de manera casual, como un inesperado subproducto del neocórtex, una errata benéfica o un premio inesperado. Su origen hemos de perseguirlo, más bien, en el pausado y deslumbrante

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camino que nos transformó en materia capaz de pensar en la materia, en animales capaces de cuestionarse a sí mismos. El arte no solo es una prueba de nuestra humanidad: somos humanos gracias al arte. Otro tanto ocurre con la ficción. Al considerarla una especie de don inapreciable, un toque de genio, los románticos asumían que debió aparecer en una época tardía en nuestro desarrollo como especie. Si ello fuera cierto, deberíamos aceptar que durante miles de años la ficción no fue parte de nuestras vidas hasta que, un buen día, nuestros ancestros la descubrieron por casualidad, sumergida bajo el limo de un pantano primordial o en el amenazante fondo de una cueva, como si se tratase de un hallazgo semejante a la regularidad de las estaciones o a la domesticación del fuego. Me niego a creerlo. Prefiero pensar que la ficción ha existido desde el mismo instante en que pisó la Tierra el homo sapiens. Porque los mecanismos cerebrales por medio de los cuales nos acercamos a la realidad son básicamente idénticos a los que empleamos a la hora de crear o apreciar una ficción. Su suma nos han convertido en lo que somos: organismos autoconscientes, bucles animados. Verdad de Perogrullo confirmada por las ciencias cognitivas: todo el tiempo, a todas horas, no solo percibimos nuestro entorno, sino que lo recreamos, lo manipulamos y lo reordenamos en el oscuro interior de nuestros cerebros; no solo somos testigos, sino artífices de la realidad. Como espero detallar más adelante, reconocer el mundo e inventarlo son mecanismos paralelos que apenas se distinguen entre sí. No podría ser de otra manera: si nuestro cerebro evolucionó y se ensanchó a grados monstruosos –al amparo de cabezotas deformes, nacimientos prematuros y atroces dolores de parto–, fue para hacernos capaces de reaccionar mejor y más rápido ante las amenazas exteriores. De otro modo: nos hizo expertos en generar futuros más o menos confiables. (Dices no estar de acuerdo; en tu opinión, casi siempre erramos al predecir el futuro. Tal vez aciertas cuando te refieres a las sutilezas de lo humano –nuestra civilización es demasiado reciente–, pero en cambio fíjate cómo atrapas esta pelota, cómo huyes de este tigre o cómo esquivas esta bofetada sin necesidad apenas de pensarlo.) Más adelante, este mecanismo dio un insólito salto hacia adelante y, de una manera que

ninguna otra especie ha perfeccionado con la misma intensidad, de pronto nos permitió mirarnos a nosotros mismos y convencernos de que, en alguna parte de nuestro interior, existe un centro, un yo que nos estructura, nos controla, nos vuelve quienes somos. El yo habría surgido, en tal caso, como una especie de controlador de vuelo, de capitán de barco. Si, como afirma Francis Crick, en el fondo no somos otra cosa que nuestro cerebro –«sorprendente hipótesis», tan previsible como escalofriante–, deberíamos concluir que eso que llamamos la Realidad, con todo cuanto contiene, se halla inscrita en los millones de neuronas de nuestra corteza cerebral. El universo entero, con sus serpenteantes galaxias y sus constelaciones fugitivas, sus humeantes planetas y sus esquivos satélites, su sobrecogedora profusión de plantas y animales, cabe todo allí adentro, aquí adentro. Todo, repito, y eso incluye irremediablemente a los demás. A mis semejantes –a mi familia, mis amigos, incluso a mis enemigos– y, sí, también a ustedes, queridos lectores. (Espero que, no por ello, abandonen estas páginas.) ¡Menuda invención evolutiva! Yo no soy sino una ficción de mi cerebro. O, expresado de manera más precisa, mi yo es una fantasía de mi cerebro. Eso sí, la mayor y más poderosa de las fantasías, pues se concibe capaz de generar y controlar a todas las demás. El yo me da orden y coherencia, estructura mi vida, me confiere una identidad más o menos nítida; pero no existe ningún lugar preciso en el cerebro donde sea posible localizar a ese esquivo fantasma, a ese omnipresente y omnipotente animalillo que es el yo. El escenario resulta inquietante y, sin embargo, conforme uno medita sobre sus consecuencias, el horror se desvanece. Frente a esta hipótesis, primero comparece el vértigo: ¿ello significa que la Realidad no existe? ¿Que yo no existo? No exactamente: la única realidad que conoceremos –y que, en el mejor de los casos, está levemente emparentada con la Realidad– es la realidad de nuestra mente, la realidad que percibimos y luego recreamos sin medida. No es este el lugar para empantanarnos en discusiones filosóficas de mayor calado: nuestro sentido práctico, esa facultad que nos ha permitido sobrevivir y dominar el planeta, nos indica de modo natural que debemos hacer como si la realidad de nuestra mente en efecto se correspondiera con

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esa Realidad inaprensible que nos es sustraída a cada instante. La idea de la ficción, como puede verse, yace completa en ese pedestre y desconcertante como si. El como si que nuestro cerebro aplica a diario para que nuestro cuerpo se mueva razonablemente por el mundo, para que descubra nuevas fuentes de energía y consiga salvaguardarse de depredadores y enemigos. El como si que nos impide tropezar a cada instante, que nos mantiene en equilibrio y que no nos deja estrellarnos contra una ventana o caer de una escalera. El como si que nos permite relacionarnos con los espectros ambulantes de los otros. El como si que nos permite tolerar el universo imaginario de una novela es idéntico, pues, al como si que nos lleva a asumir que la realidad es tan sólida y vigorosa como la presenciamos. Si la ficción se parece a la vida cotidiana es porque la vida cotidiana también es –ya lo suponíamos– una ficción. Una ficción sui generis, matizada por una ficción secundaria –la idea de que la Realidad es real–, pero una ficción al fin y al cabo. No llegaré al extremo de insinuar que todo lo demás, incluidos ustedes, mis lectores, mis hermanos, solo son invenciones mías, tan predecibles o caprichosas como los personajes de mis libros –un tema recurrente en tantas novelas y películas–, y que acaso yo estoy loco o que solo yo existo, como en La amante de Wittgenstein, de David Markson. El solipsismo extremo es, también, una invención literaria. Sí me gustaría subrayar, por ahora, que el proceso mental que me anima a poseer una idea de ustedes, lectores míos, mis semejantes, es paralelo al mecanismo por medio del cual soy capaz de concebir a alguien inexistente y de darle vida por medio de palabras: de ideas, con las que a fin de cuentas todos hemos sido modelados. Podemos afirmar, con el bardo, que estamos hechos de la misma materia de los sueños siempre y cuando no olvidemos que los sueños también están hechos de retazos –a veces significativos, a veces inconexos– de ideas. El teatro, la ópera, el cine, la televisión, los videojuegos y, por supuesto, la literatura –los diversos soportes de la ficción–, son todos simulacros verosímiles de la realidad: los críticos más sagaces no se han cansado de proclamarlo. Pero la acuciante necesidad que tenemos de sumergirnos en ellos, desde sus ejemplos más elevados hasta los más vulgares, no se origina en

un capricho infantil y pasajero, en el ansia de evasión o en el puro y calamitoso tedio, como sugiere el novelista neoyorquino. En cada una de estas manifestaciones, el creador y el espectador no solo invierten largas horas de esfuerzo –aun la peor ficción, como veremos, resulta siempre demandante–, sino que parecen no cansarse nunca de sus trampas y sus engaños, aun a sabiendas de que lo son. ¿Don Quijote y Pedro Páramo, Hamlet y Lulú, Darth Vader y Dumbo, Mario y Luigi existen solo para transcurrir horas aciagas, para apresurar la noche y el sueño, para impedir que –pobres de nosotros– nos vayamos a aburrir? Sonaría inverosímil: una especie no gasta tanta energía, tanto dinero y tantos anhelos en una actividad que apenas sirve para colmar las horas muertas. Los humanos somos rehenes de la ficción. Ni los más severos iconoclastas han logrado combatir nuestra debilidad y nuestra dependencia de las mentiras literarias, teatrales, audiovisuales, cibernéticas. Pero ellas no nos deleitan, no abducen, no nos atormentan de forma adictiva por el hecho de ser mentiras, sino porque, pese a que reconozcamos su condición hechiza y chapucera, las vivimos con la misma pasión con la cual nos enfrentamos a lo real. Porque esas mentiras también pertenecen al dominio de lo real. Cuando leo las aventuras de un caballero andante o la desgracia de una mujer adúltera, cuando presencio la indecisión de un príncipe o la rabia de un rey anciano, cuando contemplo la avaricia de un magnate de la prensa o la caída de un imperio galáctico o cuando lucho por sobrevivir a un ataque de invasores alienígenas, mi mente sabe que me encuentro frente a un escenario irreal y al mismo tiempo se esfuerza por olvidar o sepultar esta certeza mientras dura la novela, la pieza teatral, la película o el juego de video. En resumen: la conciencia humana aborrece la falsedad y, al menos durante el tiempo precioso que dura la ficción, prefiere considerarla una suma de verdades parciales, de escenarios alternativos, de existencias paralelas, de aventuras potenciales. Como he señalado, la evolución convirtió nuestro cerebro en una máquina de futuro, y esta reacciona con el mismo ahínco frente a la realidad y frente a la ficción. Las cuitas y fracasos de un personaje de novela no pueden dejar de conmovernos, igual que no resistimos simpatizar

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con ciertos héroes o despreciar a ciertos villanos: nos enfadamos, nos sorprendemos, sufrimos y tememos con la misma intensidad que en la vida diaria; y a veces más. Hasta hace poco, la empatía era vista con cierto recelo, una especie de campo magnético involuntario, una emoción deslavada y algo cursi. Hoy sabemos, gracias a los estudios de Giacomo Rizzolatti y sus colegas, que la empatía es un fenómeno omnipresente en los humanos –al igual que en ciertos simios, elefantes y delfines–, que se origina en un tipo especial de neuronas, las ya célebres «neuronas espejo», localizadas, para sorpresa de propios y extraños, en las áreas motoras del cerebro. Desde allí, estas sorprendentes células nos hacen imitar los movimientos animales que se atraviesan en nuestro camino como si fuéramos nosotros quienes los llevamos a cabo. Al hacerlo, no solo reconocemos a los agentes que nos rodean, sin que tratamos de predecir su comportamiento, en primera instancia para protegernos de ellos y, a la larga, para comprenderlos a partir de sus actos. (En efecto: si miras por televisión a un contorsionista o a un lanzador de bala olímpico, en tu interior tú también te descoyuntas y también lanzas la maldita bola de metal lo más lejos posible.) Desde esta perspectiva, la ficción cumple una tarea indispensable para nuestra supervivencia: no solo nos ayuda a predecir nuestras reacciones en situaciones hipotéticas, sino que nos obliga a representarlas en nuestra mente –a repetirlas y reconstruirlas– y, a partir de allí, a entrever qué sentiríamos si las experimentáramos de verdad. Una vez hecho esto, no tardamos en reconocernos en los demás, porque en alguna medida en ese momento ya somos los demás. Repito: no leemos una novela o asistimos al cine o a una función de teatro, o nos abismamos en un videojuego solo para entretenernos, aunque nos entretenga, ni solo para divertirnos, aunque nos divierta, sino para probarnos en otros ambientes y en especial para ser, vicaria pero efectivamente, al menos durante algunas horas o algunos minutos, otros. «Madame Bovary, c’est moi», afirmó Flaubert, pero lo mismo podría ser expresado por cualquiera de sus lectores. Vivir otras vidas no es solo un juego –aunque sea primordialmente un juego–, sino una conducta provista con sólidas ganancias evolutivas, capaz de transportar, de una mente a otra, ideas que acentúan la interacción social. La empatía.

La solidaridad. Qué lejos queda la idea de la ficción como un pasatiempo inútil, destinado a la admiración embelesada, al onanista placer estético. Sin duda la naturaleza del arte contempla también la idea de lo bello –un conjunto de patrones fijados en cada sociedad y en cada época, y reforzados obsesivamente hasta el desgaste–, pero la belleza no sería entonces sino una suerte de anzuelo evolutivo, un cebo para atraernos hacia la información que se esconde detrás de su fachada. Tal como el gozo sexual es una adaptación que refuerza la necesidad de los genes de perdurar y reproducirse –y nos condena a la desasosegante persecución de otros cuerpos–, la belleza es el tirabuzón que nos encamina hacia conjuntos de ideas que nos alientan a comprender mejor el mundo, a nuestros semejantes y, por supuesto, a nosotros mismos. Si en verdad solo somos nuestro cerebro, como sugería Crick, en otro nivel es válido decir que solo somos un gigantesco conjunto de ideas producidas y ancladas en ese cerebro: la idea del yo –ese incómodo testigo que al presenciar los hechos nos separa de ellos– es, ya lo apunté, la más compleja y la más frágil. Porque el yo siempre se halla solo. Irremediablemente solo. Su única escapatoria consiste en identificarse con ese otro conjunto de ideas complejas que son los demás, sean estos reales o imaginarios. Y, paradójicamente, ese contacto virtual es nuestro único escape del autismo o la demencia. Los humanos somos «símbolos mentales» obsesionados con relacionarnos con otros «símbolos mentales». (Sé, amada mía, que no toleras que te llame «símbolo mental» pero, desde esta perspectiva, llamarte por tu nombre sería un encubrimiento). Si la ficción ensancha nuestra idea de nosotros mismos, la ficción literaria, las novelas y los cuentos lo hacen de una manera no más poderosa, pero sí más profunda que otros géneros. No menosprecio a ninguno: el cine, la televisión, el teatro o los videojuegos pueden ser tan ricos como una narración en prosa, pero solo una narración en prosa despierta en nosotros esa sensación de penetrar en las conciencias ajenas de manera directa y espontánea. Inmediata. A diferencia de sus hermanos de sangre, la ficción literaria destaca por no ser icónica: en un escenario o una pantalla, todo el tiempo vemos a los otros y solo a partir de sus movimientos y palabras tratamos de introducirnos en sus mentes, como en la vida real. La literatura, en cambio, es

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más abstracta y más cercana, por ello, a la música: miríadas de signos que se acoplan en nuestra mente y forman símbolos cada vez más complejos que, así les pese a los publicistas, poseen la misma fuerza de una imagen, y en ocasiones, mucha más. En una novela o un cuento nunca vemos a los personajes, sino que los personajes, o más bien las ideas que forman a los personajes, nos invitan, primero, a identificarnos con él y, solo después, a representarlo de manera visual. Al imaginar a un personaje contamos con una libertad inusitada, pues sus ideas se mezclan de maneras radicalmente distintas con las ideas (la experiencia) de cada lector particular. Todos vemos a míster Kane con el rostro iracundo y mofletudo de Orson Welles, mientras que cada lector inventa una Anna Karénina distinta, sin que ello perturbe su esencia. A Kane lo miramos y solo después nos metemos en su pellejo, a Anna Karénina le damos vida desde su interior aun antes de reconocer sus atributos. Leer una novela o un cuento no es una actividad inocua: desde el momento en que nuestras neuronas nos hacen reconocernos en los personajes de ficción –y apoderarnos así de sus conflictos, sus problemas, sus decisiones, su felicidad o su desgracia–, comenzamos a ser otros. Conforme más contagiosas –más aptas– sean las ideas que contiene una narración, sus secuelas quedarán más tiempo incrustadas en nuestra mente, como las secuelas de una enfermedad viral o de una fiebre terciaria. La única cura es, por supuesto, el olvido. Y la lectura de otras novelas. Si Alonso Quijano nos fascina es porque se trata de la proyección extrema de lo que suele ocurrirle a cualquier lector empedernido: a fuerza de representarse una y otra vez ciertas escenas de la ficción, termina por considerarlas reales. (Piénsalo: ¿acaso no es tan real Natasha Rostova, en quien has pensado en cientos o miles de ocasiones, como aquel amor de juventud que no has vuelto a ver y que sin embargo cambió tu vida para siempre?) La lectura de una ficción narrativa no es tampoco un placer sencillo, aunque ciertos grandes o pésimos autores nos lleven a pensarlo. El cerebro se comporta frente a una novela o a un cuento igual que frente al mundo, realizando millones de operaciones mentales –las conexiones sinápticas arrebatadas en una tormenta tropical–, midiendo cada situación, evaluándola,

comparándola con patrones preexistentes (eso que llamamos memoria), a fin de prever a cada momento lo que ocurrirá a continuación. Por eso leer es tan fecundo y tan cansado; como vivir. Desde la década de los sesenta, Umberto Eco sugería que un texto es una máquina floja que solo se anima gracias a la actividad desenfrenada del lector, quien no se cansa de ponerla en marcha al preguntarse una y otra vez: «¿y ahora qué va a pasar?». La ciencia ha comprobado que la intuición semiótica de Eco posee una base neuronal: nuestro cerebro fue modelado para comportarse así en toda circunstancia, fijando patrones (recuerdos) para luego contrastarlos obsesivamente con cada nueva situación. La mente no computa, en el sentido que solemos darle a este verbo en informática: la mente sobrepone patrones a toda velocidad y solo se preocupa por dilucidar y ajustar los cambios para responder a ellos de inmediato. Gracias a este truco, aunque nuestras neuronas sean lentas como tortugas, somos capaces de resolver problemas complejos mucho más eficazmente que las frígidas liebres de silicio. (Te colocas frente al arquero y tiras a gol sin apenas meditarlo; un robot necesitaría, en tu lugar, millones de líneas de programación para calcular el peso del balón, la resistencia del aire, el ángulo de disparo, etc.). Nos seducen inevitablemente las situaciones conocidas: en su interior nos sentimos cómodos, a salvo. Conocemos tan bien ciertos patrones, que ya ni siquiera reparamos en cuántas veces los repetimos. La mayor parte del tiempo somos víctimas de esta inercia acomodaticia, y salvadora. De allí el éxito probado de las fórmulas narrativas, de la telenovela al folletín, de la literatura de género a los finales felices de Hollywood. Por fortuna, nuestro cerebro también está sediento de novedad: la exposición incesante a un mismo patrón, repetido mil veces, puede acabar por derrumbarnos en la fatiga o el hastío. Nuestro cerebro usa la ficción para aprender a partir de situaciones nuevas, potencialmente peligrosas, y la mera familiaridad termina por convertirse en un abotagado inconveniente evolutivo. Quien no está dispuesto a innovar, perece sin remedio. Contemplar o leer mil versiones distintas de la Cenicienta –la reina de los patrones contemporáneos– a la larga se convierte en una rutina morosa y vana. Enfrentarse a lo desconocido, en cambio, revitaliza al cerebro: de allí la relevancia

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estética de lo incierto –la obra abierta de Eco– o la fascinación que experimentamos por el suspenso, el misterio y el terror. Desconocer lo que ocurrirá más adelante supone un desafío –un juego darwiniano– que nuestra mente no puede dejar de encarar y resolver. Pensamos en la pasión que despiertan el ajedrez, los crucigramas o, a últimas fechas, los sudokus. Hemos sido modelados para resolver problemas; o al menos para intentarlo. Dada nuestra naturaleza de animales sociales, la ficción literaria tampoco podría ser entendida, sin embargo, como un mero instrumento para la supervivencia individual. Una novela me permite experimentar vidas y situaciones ajenas pero, como decía antes, también me transmite información social relevante: la literatura es una porción esencial de nuestra memoria compartida. Y se convierte, por tanto, en uno de los medios más contundentes para asentar nuestra idea de humanidad. Frente a las diferencias que nos separan –del color de la piel al lugar de nacimiento, obsesiones equivalentemente perniciosas–, la literatura siempre anunció una verdad que hace apenas unos años corroboró la secuenciación del genoma humano: todos somos básicamente idénticos. Al menos en teoría, cualquiera podría ponerse en el sitio de cualquiera. (Aunque, como veremos más adelante, nuestra mente también es capaz de producir ideas que paralizan esta tendencia natural a la empatía: el racismo, el sexismo, la xenofobia, la homofobia, el nacionalismo, todas esas perversas exaltaciones de las pequeñas diferencias.) En contra de las apariencias, nuestro tiempo ha sido favorable a la renovación de la literatura, pues desconfía de los desastres culturales y sociales provocados por las modas ideológicas, el reino del pensamiento único, del compromiso y de la propaganda política. La literatura, es cierto, parece degradarse cuando persigue un fin concreto, cuando soporta una ideología explícita. Porque cualquier ideología es, de entrada, una forma excluyente de otras variedades de pensamiento. Cuando no descansa en un dogma, la ficción nos permite, por el contrario, ensanchar nuestra idea de lo humano. Con ella no solo conocemos otras voces y otras experiencias, sino que las sentimos tan vivas como si nos pertenecieran. No importa el lugar o la época, las diferencias sociales o las costumbres: nuestro cerebro

siempre nos impulsa a colocarnos en el lugar de los personajes de un cuento o una novela. Todos somos capaces de ser Aquiles o Arjuna, Emma Bovary o Aureliano Buendía, Hitler o Adriano, o un incluso un perro o un alienígena, siempre y cuando sus actos nos permitan dilucidar en su interior algo similar a una conciencia. No quiero exagerar: leer cuentos y novelas no nos hace por fuerza mejores personas, pero estoy convencido de que quien no lee cuentos y novelas –y quien no persigue las distintas variedades de la ficción– tiene menos posibilidades de comprender el mundo, de comprender a los demás y de comprenderse a sí mismo. Leer ficciones complejas, habitadas por personajes profundos y contradictorios, como tú y como yo, como cada uno de nosotros, impregnadas de emoción y desconcierto, imprevisibles y desafiantes, se convierte en una de las mejores formas de aprender a ser humano. Desconfío, pues, de quienes se solazan al despojar a la ficción literaria de su carácter de adaptación evolutiva. De su esencia práctica. Escribimos cuentos y novelas no solo porque no podemos dejar de hacerlo, no solo porque nos hagan disfrutar con la perfección de sus frases o la fuerza de sus historias, sino porque los cuentos y las novelas nos han hecho ser quienes somos. En los relatos del mundo se encuentra lo mejor de nuestra especie: nuestra conciencia, nuestras emociones y sentimientos, nuestra memoria, nuestra inteligencia, nuestras dudas y prejuicios, acaso también la medida de nuestro albedrío. (Ello no excluye que también puedan almacenar lo peor: la maldad gratuita, el odio, la intolerancia, la sevicia.) En el libro Leer la mente he intentado mostrar, a la luz de ciertos avances científicos recientes, cómo funciona nuestro cerebro a la hora de crear y apreciar ficciones literarias y en qué medida sus procesos resultan análogos a los que empleamos cuando producimos realidad. En el capítulo 1, analizo la ficción literaria desde un punto de vista evolutivo, a fin de mostrar su carácter universal en nuestra especie y su relevancia como forma de conocimiento. En el capítulo 2, intento revelar cómo es posible que a partir del cerebro material surja la conciencia inmaterial y la idea del yo, amparándome en las ideas de Daniel Dennett y Douglas Hofstadter. En el 3, desarrollo los vínculos entre los mecanismos de la conciencia, la inteligencia, la percepción y

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la ficción. En el capítulo 4 hago un rastreo de los mecanismos de la memoria y su puesta en escena a través de la ficción. El capítulo 5 está dedicado, por su parte, a las células espejo, la empatía, las emociones y los sentimientos, y su expresión fundamental en la literatura. Y, por último, en el epílogo me convierto yo mismo –o, más bien, mi mente y mis libros– en objeto de estudio para tratar de comprender, en primera persona, los procesos anteriores. Mi hipótesis central: si la ficción es una herramienta tan poderosa para explorar la naturaleza –y en especial la naturaleza humana–, es porque la ficción también es la realidad. Una vez que las percepciones arriban al cerebro, este órgano húmedo y tenebroso codifica, procesa y a la postre reinventa el mundo tal como un escritor concibe una novela o un lector la descifra. Aun si en la mayor parte de los casos somos capaces de diferenciar lo cierto de lo inventado, su sustancia se mantiene idéntica. A causa de ello, la ficción resulta capital para nuestra especie. La literatura no sirve para entretenernos ni para embelesarnos: la literatura nos hace humanos.

Boullosa

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Qué podemos decir de Boullosa sin Boullosa Presentación de Maribel Mora

Mari mari pu lamngen, mari mari kom pu che, mari mari pu Kümewirife. Küme wiñol xipantu...taiñ pewma dungui we liwen mew...ka kümenewen1 Agradezco esta invitación porque me ha impuesto una lectura más rigurosa de la vida y obra de la poeta que hoy nos acompaña. He leído, a Carmen Boullosa desde el asombro de quien no conoce más que fragmentos de una escritura que se va uniendo en la magia de los libros, por lo tanto no haré más que hablar desde mi condición de lectora, desde mi cercanía con este mundo que también me signa. Y desde allí, el nombre de Carmen Boullosa se nos hace verso e imagen, prosa y recuerdo en el 1 Saludo en mapudungun, lengua mapuche, que puede traducirse como: Buenos días, hermanos o hermanas mapuche; buenos días a toda la gente (no mapuche); buenos días, poetas. Les saludo en este nuevo año mapuche, deseando que nuestros sueños y palabras renazcan con buenas energías.

mundo de la literatura latinoamericana; vértigo y palabra, diálogo y presente, en la ciudad de Nueva York; historia y memoria en un México que sangra. Un México que, sin embargo, cada cierto tiempo da a luz la palabra aguerrida de mujeres que encantan con su escritura… que desbordan valentía, en el decir de Bolaño, por atreverse a incursionar en esos lugares donde otros no osan entrar. Tal como la misma autora decía coloquialmente de uno de sus personajes, su vida en el ámbito literario ha tenido «más pliegues que una guayabera». Y lo digo haciendo honor a ese desenfado con que Boullosa aborda en su escritura la historia, la ficción, los personajes y la leyenda; lo femenino, lo masculino, lo sacro, la vida, la muerte y todos esos avatares humanos que la seducen. El despojo en Texas, la novela que reivindica a sus coterráneos para la memoria colectiva; los vacíos

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de la historia que imposibilitan dar testimonio de la vida y la muerte de Moctezuma en El Llanto: novelas imposibles; el dolor por el pueblo que muere en La patria insomne, con la crudeza de quien sabe que «al parecer, este siglo quiere hacernos creer que todos somos desechables, que el valor de una vida humana no es irreemplazable».2 Me niego a aceptarlo, dice Carmen Boullosa, como diría cualquier ciudadano de buena voluntad. Pero ella no solo lo dice, sino que lo proclama, lo escribe, como si en eso se le fuera la vida; afanándose en la visibilidad de los mexicanos en Nueva York, de la literatura latinoamericana en el mundo, de las mujeres, los indígenas, los mitos, las leyendas… en la literatura y en la memoria ciudadana. ¿Que Boullosa se dispersa? ¿Que quizás «abarca mucho y poco aprieta»? A ella no le preocupa, mientras se mira en el espejo de Juana de Asbaje, «la poeta, la científica, la musicóloga, la compositora, la pintora, la dramaturga, la intelectual, la creadora de espectáculos… sor Juana la espléndida administradora, la política hábil, la genial (y hermosa) seductora compulsiva… la primera americana»,3 en palabras de la misma Carmen. Mucho se ha escrito de Boullosa. Carlos Rincón sostiene que la literatura de esta autora marca un cambio paradigmático en el contexto mexicano actual, lo que explicaría el gran interés hacia su obra por parte del campo

intelectual; Pfeiffer señala que ella estudia los viejos documentos y crónicas, pero lee entre líneas, no lo obvio sino lo obviado, no lo objetivo sino lo objetor, no lo obligatorio sino lo obliterado. (Pfeiffer 1999, 107). Pero qué podemos decir de Boullosa sin Boullosa, me pregunto, de Carmen sin Carmen, pues ella misma se ha dicho y se ha desdicho tantas veces en su prosa y en sus versos, para volver a decirse en diálogos y entrevistas, en esos «ires y venires por las venas, por los nervios».4 Su obra poética se entrelaza en tiempo, espacio, temas y formas, con la narrativa y el drama. Escribe en 1978 El hilo olvida y La memoria vacía, Ingobernable en 1979 y La salvaja en 1989, entre otros textos que van construyendo una trama resistente al paso del tiempo y de las modas literarias. Debo decir que leyendo a Boullosa «me encontré» en sus entrevistas, escuchándome en sus búsquedas, en sus caminatas y en sus árboles… que han sido también mis caminatas y mis árboles antes de los poemas. Una vez escribí un cuento donde el futuro y la redención estaban en un árbol. Boullosa escribió una novela. ¡Así es nuestra distancia! Sin embargo, como ella, «lo sigo creyendo. Un árbol tiene más sabiduría –silenciosa, como la del poema; musical, como el poema– que muchos otros seres vivos». Comparto con Carmen Boullosa mucha vida, a pesar de las distancias y las grandes diferencias... comparto historias, a pesar

2 Sylvia G. Estrada, entrevista a Carmen Boullosa, en Zócalo, 5 de junio de 2012, www. zocalo.com.mx

4 Carlos Rincón, «Editorial» y Erna Pfeiffer, «Nadar en los intersticios del discurso: La escritura histórico-utópica de Carmen Boullosa», ambos artículos en Acercamientos a Carmen Boullosa: Actas del Simposio Conjugarse en infinitivo, la escritora Carmen Boullosa, Berlín Edition tranvía: Walter Frey, 1999.

3 Carmen Boullosa, «No se pisa en el aire: Contra la violencia contra las mujeres», columna en El Universal, 10 de marzo de 2011, http://www.eluniversal.com.mx

de las tan distintas memorias que nos habitan… pero sobre todo, desde lo más íntimo, comparto con la autora «la convicción de pertenecer al mundo pero ser extranjera». Por todo esto, desde mi provinciano mundo del sur de Chile, otrora el País Mapuche, parafraseo sus palabras dichas aquí y allá en las entrevistas, versificando esos lazos que me maravillan de tanta vida… Como tú y a pesar de todo, Carmen me subía a un autobús nocturno rumbo a una ciudad vecina regresaba la misma noche. El caminar me daba sensación equivalente a la verbal de un poema. Y aunque mi hermoso país el de mi infancia bañado en risas y agua es hoy territorio de metrallas está ahí como antes. Pero con el pecho enfermo mi país se reduce a su propia llaga. Palpita fragilidad. Es como si el mundo, Carmen la voz la lengua se vieran de pronto sin boca. Sin recordar que un día las palabras estuvieron bajo nuestro gobierno. Fueron Nuestras con mayúscula Se las arrebatamos al coro. Nos pertenecieron, Carmen como nos pertenecen todavía los sueños.

Conferencia

Un intento de narración Carmen Boullosa

Llevo un buen tiempo armando con imágenes de mujeres una narración que replique la que ha dicho México de sí mismo, como un espejo menor. No la empecé con ningún apetito nacionalista; tampoco me pregunté «¿qué es México?», con los signos de interrogación que acometieron a la generación de mis abuelos y que fueron centrales en su pensamiento (y más preciso es decir que es la generación de mis abuelos, porque fue antes del siglo XX o en 1900 –«muy presente tengo yo», como dice la letra del corrido– cuando nacieron mis cuatro abuelos, y de Octavio Paz celebramos este año el centenario). Fue por azar que comencé, al encontrarme con Sofonisba Anguissola, la artista renacentista italiana contemporánea de Cervantes (probablemente 1532-1625). Sofonisba ocupó el doble rol de dama y pintora de la Corte de Felipe II. Respetada por Miguel Ángel, alabada por Giorgio Vasari y admirada por Van Dyck, que viajó a visitarla a Palermo para rendirle respeto cuando ella rondaba los noventa años, la dibujó y pintó su retrato. Sofonisba nació en el seno de una familia aristócrata y rica de Cremona, y tuvo seis hermanos, de los que cinco eran mujeres. Le debo a ella varios hilos y una novela, La virgen y el violín, que publicó en 2008 la editorial Siruela. Específicamente, esta narración nació con un lienzo de Sofonisba (figura 1), Retrato de familia, donde aparecen Amílcar Anguissola, papá

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de la artista; su hermano menor, Asdrúbal, y una de sus hermanas, Minerva. Interpreto esta tercera figura como un velado autorretrato, pues no se parece a otras pinturas de Minerva. Este lienzo revela la textura de los lazos entre los miembros de la familia. Los brazos y el rostro del padre están dirigidos al niño, mostrando quién es su predilecto. El niño lleva al cinto un arma blanca (símbolo de dominio) y tiene a su lado el perro (símbolo de lealtad y dominio). Los ojos del hijo están confiados en el padre, y el padre nos mira con orgullo y satisfacción. No cabe la menor duda: Asdrúbal es la niña de sus ojos, la única niña de sus dos ojos. El padre lo elige, a él le delegará en un futuro el poder. El varón será el heredero. Minerva, la única de las seis hijas aquí representada, baja los ojos. Está fuera del círculo de afecto, de alianzas y de poder de los varones. Si los pies del padre y el hijo están asentados en el piso –la raíz familiar y su heredero–, en contraste, la hija se contiene y se sostiene en sí misma, sus pies están apenas delineados tras las sombras, como si no hubieran nacido. El hijo posa una mano en el brazo del padre, la otra en el fuste. En cambio Minerva lleva en una de las manos su falda recogida y en la otra, flores cortadas, sin su raíz. El lienzo de Sofonisba es una pintura feliz, no tiene nada de tragedia. Al sostener las flores, al detenerse la falda, al no tener pies «pintados», explícitos, visibles, Minerva se conecta de una manera íntima, medular, con el mundo que vemos en la ventana. Desplazada del poder y el afecto central en la esfera familiar, sin perro que la obedezca ni espada a la cintura, la mujer (la Minerva de este lienzo) tiene en el lugar de sus pies borrosos una conexión íntima con el mundo del otro lado de la ventana, y la pintora nos lo dice al representar sus pies y la vista del exterior en un mismo estilo: el esfumino. Esfumino para el paisaje, esfumino para los (apenas entrevistos) pies de Minerva. ¿Que el varón tiene todas las ventajas? La oposición a la respuesta afirmativa está en la visible conexión formal que enlaza imaginariamente a la niña con el mundo: por algo ella se llama Minerva, la sabiduría. Porque no hay lazo más fuerte que el imaginario. La ausencia de la mirada condescendiente y del abrazo paterno dan a Minerva la introspección y la imaginación: ella se enlaza con el mundo, no llevada de su mandona espada o de su leal perro, sino por

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la reflexión, afinidad, simpatía, comprensión; el mundo y ella son dos cuerdas que vibran en el mismo tono. La pintura de Sofonisba Anguissola me habló, y me habla. De la mano de su Retrato de familia, y de sus autorretratos y otras pinturas. Visité la novela Balún Canán de Rosario Castellanos y, con el autorretrato de Castellanos que ahí aparece, dibujé a las dos creadoras como hermanas de circunstancias. Si, como escribe Tolstói, «todas las familias felices se parecen entre sí; las infelices son desgraciadas a su propia manera», es la felicidad del lienzo de Sofonisba lo que simpatiza con el autorretrato de Rosario Castellanos, porque sin duda la familia de los hacendados en Balún Canán dista mucho de ser feliz. En Balún Canán la hija tampoco es la predilecta del padre. Es la no elegida por su género. Escribí comparando otras aristas de sus respectivas obras y vidas (figura 2). Después, valida de Sofonisba y la Castellanos, recorrí la obra y figuras de otras autoras latinoamericanas –comenzando por Juana de Asbaje (Sor Juana) comparando los autorretratos de cada una de ellas con el padre, y escribí el ensayo «La falda de Minerva», que algún día publicaré, porque solo di las primeras páginas a un suplemento. La voz del lienzo de Sofonisba me llevó a hacerme otras preguntas: ¿Es que la primera América española no se parece también a la Minerva de Sofonisba en este Retrato de familia? ¿No eran las colonias del «nuevo» continente una especie de hijas del padre que (como el de Minerva) nos deseaba arrebatar perro, espada y piso, con el corazón puesto en su hijo «legítimo»? ¿No fue la Nueva España otra genial no preferida por su padre?, ¿la genial despojada de su primogenitura natural, la que por la Conquista quedaba fuera del abrazo de quien ahora sería su padre? ¿Y nuestra América no estuvo feminizada a los ojos europeos? ¿No es por esto que la América colonial supo ver con tal precisión fértil al resto del mundo, como lo hizo Juana de Asbaje desde los primeros años sólidos de la Colonia, como otras autoras? Estirando más la liga, ¿es por este motivo que las autoras mujeres de América juegan papeles claves en la historia cultural del continente? ¿Y que estos papeles claves son también con frecuencia en esfumino o subterráneos? Vi la Nueva España en la mirada de Sofonisba y me dispuse a intentar armar con imágenes

una narración de la autoleyenda de México (o el sueño que México ha tenido de sí mismo), guiándome por las imágenes (códices prehispánicos, esculturas, pinturas, citas literarias, leyendas, fotografías, mitos, creencias). Empezaré la narración con seres divinos prehispánicos (para que la Colonia hiciera sentido, era necesario ver más atrás) y avanzaré hasta llegar a las representaciones de algunas deidades contemporáneas. No es un estudio: quiero armar una fábula de México, narrar con el ojo una idea de sí. Las imágenes son todas de seres femeninos. En un principio mi elección de género estuvo conducido por la mano de Sofonisba, pero pronto la inercia (digámosle «el sexismo») se fue volviendo inevitable: no podían ser sino ellas quienes dieran el andamiaje para la narración. Esta es una versión: *** En el principio estaban las diosas. Unas diosas que mostraban los dos poderes extremos de la madre: el poder dar la vida (dar la luz) y el poder dar la muerte. Chak-Kel es la diosa maya creadora, aquí con Chak, el dios de la lluvia, y la serpiente que representa el Chak-Kel, o ChakChel, la creadora del agua (figura 3) es también la hacedora de la tempestad. Generadora de las tormentas letales que azotan la región maya, y fuente del agua, origen de toda vida; es la creación y es la destrucción. Derrama agua de sus axilas, de sus pechos –la leche alimenticia de la tierra–, de entre sus piernas (como pariendo agua, u orinando). No está pujando, ni sufriente. Es el cuerpo que dispensa, expende, produce el líquido vital, o fabrica en exceso las aguadas, volviéndolas amenaza y muerte. Es la dualidad: la proveedora y la verduga Las imágenes del Códice Madrid (fechado tentativamente en 1436 y 1437, aunque no hay consenso en la fecha), la representan semidesnuda. (Extrapolo exageradamente –suponiendo que no toda mi mirada sea una extrapolación–: ¿no hay acaso en estas deidades mayas gozo y dicha? No encuentro serenidad, sino júbilo y meneo. Si Picasso las hubiese visto… ¿O las vio y solo se habla del impacto que tuvieron en él las imágenes africanas, olvidando guardar en la memoria colectiva el que tuvieron las prehispánicas en el arte del siglo XX?). La deidad del agua, la generadora de vida, reaparece entre los mexicas. Aquí está en una de sus nuevas encarnaciones (diosa generadora), la

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Chalchiuitle, del llamado Códice Borbónico (su datación es un debate, parece más sólida la opinión de que fue casi terminado antes de 1519, y que años después se le agregaron elementos –palabras, mayormente–) que es, como el Códice Madrid, parcialmente un almanaque adivinatorio, advertencia de los días propicios o nefastos, lector de los movimientos de la esfera celeste. Se la percibe en otro clima –otra atmósfera social (la de un imperio en pie de guerra) y otra temperatura atmosférica (no es el calor de la ruta maya, sino el clima templado del altiplano)–; corresponde a otro sentir y a otro estado de ánimo. Su cuerpo está vestido, recubierto, adornado. Al ser divino (como en la imagen de Tláloc, en el mismo códice, similar aunque la figura que viaja en su río es la de un adulto) se le entregó la clave para acceder a la vida y a la muerte; los humanos somos los viajeros en el líquido vital que es su creación. No hay río que no vaya a dar a la mar, que es el morir, y la muerte nutrirá a la tierra, será su fuente de vida. Menos vestida, y también proveedora, está la diosa de los muchos pechos, la diosa del maguey. Nada diremos de ella y de su complejidad, pero es importante dejarla aquí como un apunte visual, un respiro de oxígeno que necesitaremos más adelante (figura 4). En estas deidades femeninas prehispánicas se resuelve la ansiedad cultural ante lo femenino: la madre, la paridora, es una mujer. Como en la Tlaltecuhtli (figura 5) –aquí su representación en el formidable monolito recientemente descubierto, aún con sus colores originales, frente al Templo Mayor, en el corazón de la ciudad de México. Es monumental, mide cuatro metros por tres y medio y es de 40 centímetros de espesor. Las piernas abiertas, en posición de paridora, la diosa sorbe la sangre de un muerto, esta sube hacia su boca desde el vientre (roto, en el monolito, posiblemente desde su transporte, y sin duda desde tiempos prehispánicos; los mexicas la dejaron cubierta al pie del Templo Mayor), la sangre fluye hacia su boca devoradora, ondulando como un río. Nada puede escapar a su poder: el cuerpo del tlatoani, del emperador, sería colocado en el vientre de la deidad. La diosa bebería del cuerpo del hombre más poderoso del Imperio. Para dar vida (dicen los mitos prehispánicos), la Madre (la Naturaleza) tiene hambre de muerte. Sus extremidades son garras de ave rapaz. Las articulaciones de la

Tlaltecuhtli son calaveras, pues la muerte es las coyunturas de la vida, la muerte es lo que hace posible el movimiento. En su poema «Piedra de sol» –el título es el nombre de otra escultura mexica, también llamada erróneamente el Calendario azteca– Octavio Paz escribe la bivalencia de la fémina: vida y muerte, noche y alba, cuerpo del mundo y casa de la muerte: … vida y muerte pactan en ti, señora de la noche, torre de claridad, reina del alba, virgen lunar, madre del agua madre, cuerpo del mundo, casa de la muerte, caigo sin fin desde mi nacimiento, caigo en mí mismo sin tocar mi fondo, recógeme en tus ojos, junta el polvo disperso y reconcilia mis cenizas, ata mis huesos divididos, sopla sobre mi ser, entiérrame en tu tierra…

El panteón prehispánico está poblado por una gran cantidad y diversidad de diosas. Son muy conocidos otros monolitos mexicas encontrados también en el corazón de la ciudad de México, la Coyolxautli (figura 6), a quien mataron sus celosos hijos; o la de la falda de serpientes, la Coatlicue (figura 7) –una figura que acompañó a mi infancia, porque en el Museo de Antropología aprendí más de lo que la historia de la Coatlicue decía, porque no responde al orden grecolatino; ella está inclinada, como a punto de irse de bruces, sin el eje que el mundo occidental traza como un centro magnético de la belleza, me enseñó que había otra manera de ver–, o las Tzitzimine (figura 8), aquellas demonias estrellas femeninas que atacaban al Sol cada madrugada queriéndole impedir salir, deidades que encarnaban el miedo y que se usaron para amedrentar o asustar a los niños, a la manera de «el Coco»: «ya viene el Coco, te va a llevar si no te lavas los dientes». Cambiando de género artístico, una de las leyendas populares que encarara el doble poder de las féminas cuenta cómo fue la creación del monte más alto de México: un volcán, el Citlaltépetl, que después del Kilimanjaro es el segundo más elevado del globo. La guerrera Nahuani, acompañada de Citlaltépetl, su águila pescadora, perdió la vida en una batalla. Desconsolada, el águila emprendió

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el vuelo, alcanzó la mayor altura que pudo, y se dejó caer. En el punto donde cayó, apareció el Citlaltépetl. El águila despertó en las entrañas del volcán, recordó la muerte de Nahuani, y sintió brotar su furia. El volcán hizo erupción. Los naturales decían que para evitar los arranques de furia de Citlaltépetl y la subsecuente erupción, debían llevar al cráter ofrendas a Nahuani. Otra historia: Cihuacóatl, de una divinidad o «demonia» (como la llama Sahagún, a quien cito): «En los días de este gobernante (Moctezuma), sucedió que Ciaocóatl iba por allí llorando, de noche. Todo el mundo lo oía llorando y diciendo: “Mis queridos hijos, ahora los voy a dejar”». Fue una de las señas o presagios que recibió el monarca de que terminaría de espantosa manera su reinado. Otra de las señales o los presagios que enumera Sahagún (mi predilecto) es la viga que canta, diciendo: «Guay de ti, mi anca, baila bien, que estarás echada, en el agua». De Cihuacóatl, también cuenta Sahagún, que se apareció y «se comió un niñito que estaba en su cuna en Azcapotzalco»; en su traducción al español era «el diablo en figura de mujer, que andaba y aparecía de día y de noche». El mundo prehispánico contó con poetas mujeres (figura 9). Solo queda la obra de una de ellas, Macuilxóchitl, y de ella un poema, del que tomo algunos fragmentos: «Se han mostrado atrevidos los príncipes», escribió en su lengua. Elevo mis cantos, yo, Macuixóchitl… como nuestros cantos, así nuestras flores, así tú, el guerrero de cabeza rapada.

Otro fragmento: Axacayatzin, tú conquistaste la ciudad de Tlatotepec. Allá fueron a hacer giros tus flores, tus mariposas.

Puesto que esto es una narración, y no un texto de historia o un ensayo académico, puedo conjeturar. Conjeturo la calidad del espíritu de la cultura que engendró las féminas (diosas, personajes de leyenda, escritoras) que capturan la dual naturaleza de su género: paridora, generadora de vida, y segadora, matriz y muerte, como el Mictlán (último reducto del Más Allá). Conjeturo el

ánimo social, el ambiente, cuando estaban al alza la expansión territorial, el dominio económico y político. Conjeturo una disposición activa, retadora, un sentir generalizado de poder, la ilusión del poder. Conjeturo que en la representación de estas diosas generadoras se contempla de frente el fenómeno de lo femenino: sin ansiedad, valientemente, se formula el signo de la fémina: muerte y vida. En mi narración entra algo inesperado, que no responde a su propia inercia, algo que no tuvo orígenes en la trama previa. Un quiebre, una ruptura, una irrupción arbitraria, un factor tipo «los-marcianos-llegaron-ya», porque si se hubiera podido ver venir una invasión (un intento de conquista), no eran factibles o correspondientes los nuevos protagonistas. Rompe, troncha a la narración algo venido de otro universo, o si queremos ser más precisos, de un continente distinto y desconocido. Arriban los españoles, con espadas, corazas y caballos, armas de fuego; se hacen de armas secretas, la primera es involuntaria y es el golpe maestro: la viruela y otras enfermedades que cundieron en la población autóctona, diezmándola en porcentajes que los expertos llegan a subir a cifras escalofriantes: hablan de 9 de cada 10 personas muertas durante las epidemias, y algunos se atreven a hablar del 95 por ciento. La interferencia arbitraria no tiene virtudes para armar una narración, si yo solo estuviera tras una trama sólida, sin duda la dejaría de lado, pero aquí sería inútil resistírsele porque esta (así hable de deidades, leyendas o cuentos para niños) es solo espejo de la realidad histórica. El 13 de agosto de 1521, cayó Tenochtitlán En La colección de la Biblioteca del Congreso, ocho telas relatan con gran detalle los hechos de 1521 desde el punto de vista del europeo. Una de ellas es La conquista de Tenochtitlán. Aquí se ve a Cortés con el bastón de mando, las barquillas que mandó construir, los caballos, las armaduras, los indios flecheros, el jefe Cuauhtémoc, el sacerdote en la gran pirámide, la victoria final de los españoles. En las pinturas de esta serie, los hechos aparecen simultáneos: tanto el sitio, como la batalla, la caída de unos y el triunfo de otros. El mundo prehispánico, como un bloque, se vio obligado a reimaginar su posición ante el poder y ante el mundo. Tenochtitlán había sido el ombligo del universo, y ahora pasaba a ser el

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«nuevo» lunar del globo terráqueo, el centro estaría en un continente para ellos desconocido. Los vencedores habían llegado como lo hacen los hombres: con su lengua, cultura, dioses y capital narrativo. Este encuentro con un universo diferente, la visión de los vencidos requirió una refocalización de su propio imaginario. Si ya había sido ingrato incorporar el embate de los peninsulares a la línea narrativa, aquí topo con algo considerablemente más dificultoso y despeinado en lo formal, el punto más resbaladizo de mi narración. Porque es evidente que el universo indio está y ha estado sin pausa vivo; en pie de resistencia hasta el día de hoy, alimentando generación tras generación de primera mano al corazón mestizo de México, de la nana al niño, como en el Balún Canán de Rosario Castellanos, o en situaciones igualmente desiguales, perpetuándose la práctica de canibalismo cultural. Porque en aquel tiempo también había indios aliados entre los vencedores, brindándoles alianzas para rebelarse contra su opresor previo. Pero –y debo decirlo– incluso para los indios «ganadores» en la contienda, las condiciones de aquí en adelante serían otras. Hubo un quiebre, y en este (para el mexica ilógico y fortuito), la cultura quedó mellada con esta marca. Retomo el hilo tras el salto obligado con la Malinche (figura 10). Entra en la historia en un intercambio de regalos, como parte del lote de mujeres que los tabasqueños dan a Cortés cuando tenía muy poco de haber llegado al continente americano, el 15 de marzo de 1519. «Y no fue nada todo este presente en comparación de veinte mujeres, y entre ellas una muy excelente mujer que se dijo Doña Marina», que «era gran cacica e hija de grandes caciques y señora de vasallos… era de buen parecer y entremetida y desenvuelta». «Se dijo Doña Marina»… ¿se presentó con un nombre familiar a los españoles, no con el propio indio, porque parte clave de sus virtudes era hablar varios idiomas, ¿o así traduce su frase Bernal Díaz del Castillo? La Malinche será otra de las eficaces armas secretas de Cortés, esta sí voluntaria. Su traductora, su asesora, cómplice y madre de sus hijos, cuenta la leyenda urbana de Coyoacán que se casa con Cortés en la iglesia de La Conchita, es leyenda, porque don Hernán ya era casado, el matrimonio habría implicado un cisma: con el «Nuevo Mundo» habría nacido un «nuevo catolicismo»

que permitiría el divorcio o la bigamia –sobre todo porque poco después Cortés casa a Malinche con uno de sus hombres–. Pero también por ser leyenda significativa. Según José Clemente Orozco, en la pintura mural de la escalinata de San Idelfonso, Malinche es la nueva Eva del «Nuevo Mundo». Para Diego Rivera (figura 11), es la madre del «nuevo» mestizo (al centro del lienzo brillan con luz aparte los ojos azules de su hijo, figura 13). En la pintura de Orozco, la indiada está tirada a los pies de Malinche. Para la india enlazada al conquistador, sentada al lado del nuevo poder, hierática, dar a luz al hijo es entregarlo simultáneamente a la humillación, sobajamiento, sometimiento. Las figuras son inmóviles, las que han llegado al trono y el que está tirado en el piso –un hombre en vida enterrado a flor del piso, como la suegra de la canción mexicana «enterrado boca abajo»–, y ahí están para quedarse. En Diego Rivera –el marxista– queda expuesta la mecánica de la opresión por parte de los conquistadores, hay acción a lo largo de todo el fresco, y por lo tanto existe la posibilidad de revolución. La lógica marxista de la historia anuncia que los sometidos se rebelarán contra sus opresores. La Malinche es una más de los oprimidos, camina atrás de Cortés, ella lleva la carga, no es beneficiada por el poder del hombre, no comparte el trono. La Malinche es la lengua de Cortés (figura 12). Hay innumerables acercamientos y lecturas de la Malinche, son incontables los estudios de su obra, entre estos los del pensamiento feminista. En el sentir popular, ella no es más que una traidora; a la fecha se usa con frecuencia el término malinchista para el que desprecia lo mexicano. En la versión de la escritora Inés Arredondo (Historia verdadera de una princesa), la Malinche, que había sido la predilecta del padre y colaborado con él en su gobierno, al morir él, es expulsada de la casa por la madre, por celos y porque tiene nuevo marido, y un hijo varón, a quien quieren heredar todo el patrimonio. La Malinche es una combinación de Cenicienta (para quien la madre hace el papel de la madrastra, y el príncipe es Cortés) con Blanca Nieves (los celos de la madre), y por un pelo tiene un dejo de Hamlet vengando al padre. La visión arredondeana de la Malinche explica psicológicamente el comportamiento del personaje, y lo

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justifica. No es la traidora destructiva, sino que responde a una lógica afectiva justificable. Como las leyendas populares son tramas acordes con su tiempo, de la pareja de los montes nevados del Valle de México, visibles desde la capital (antes cabeza del Imperio mexica, Tenochtitlán), se tejió la siguiente historia: dos jóvenes se amaban, él se va a la guerra, ella recibe la noticia de que él murió en la batalla, ella muere de amor, él regresa de la batalla y se planta enfrente de ella, y hasta el día de hoy vigila el sueño de su enamorada, humeando de vez en vez. Es la leyenda del Popo y el Iztla (Popocatépetl e Iztlaccíhuatl), la amada muerta es la Iztlaccíhuatl, o La mujer dormida (figura 14), el enamorado es el volcán Popocatépetl, el cerro que humea (figura 15)., Contrasta esta leyenda con la prehispánica que narrara el nacimiento del alto Citlaltépetl: la mujer es una guerrera y su compañía fiel, un ave rapaz cercana al dolor que, encajada en la corteza terrestre, creció hasta convertirse en el más alto pico del continente, y escupe lava de vez en vez. La sentimental leyenda del Popo y el Iztla es una trama eficaz –escenifica el dolor y la paralización o la pasividad para lidiar con él–, pero es lo que es: toda trama sentimental edulcora, minimiza y, para hacerlo, miente. La historia de la «demonia» Cihuacóatl, que recopilara Sahagún, sigue pasando de boca en boca, transformada en la leyenda de La Llorona. Dos tramas prehispánicas se funden en ella, la Cihuacóatl que diera a Moctezuma el presagio, y la Cihuacóatl que «se comió un niñito». El personaje es una presencia permanente que recorre el ancho territorio de la Nueva España infundiendo temor: una mujer vaga por las noches, lamentándose: «¡Ayyy, mis hijos!», y da terror. Donde el rey vernáculo había caído, las epidemias habían sembrado mortandad y los montes dormían o humeaban en lugar de rugir, hacía falta ajustar y hacer cambios en los integrantes del panteón. Los dioses no pueden ser los mismos si la feligresía tiene otra textura. Las diosas debían entonar con el «nuevo» «Nuevo Mundo». Cuando el intercambio de regalos del que Malinche fuera parte, en el lote de veinte mujeres entregadas a Cortés, los españoles ofrecieron a cambio una imagen de la Virgen de los Remedios (figura 16) con la recomendación de

que se le adorara. Si al ver la estatuilla de 27 centímetros, los caciques tabasqueños hubieran sabido leer en ella sus poderes (proteger y curar), si hubieran reconocido en la Virgen a la Madre de todos, la habrían incorporado de inmediato a su panteón, acomodándola en un lugar cercano a las diosas sanadoras, próximas a la Madre de Toda Vida; pero no fue así, y es comprensible porque su aspecto es muy diferente al de las antiguas deidades. Entre otras cosas, la pequeña imagen coronada, que lleva en un brazo a su hijo, no tiene cuerpo (como queda ratificado aquí, en la imagen sin ropas) (figura 17). Encima de la decepción que posiblemente (conjeturo) sentirían ante la dimensión del regalo entregado en el intercambio diplomático, los de Cortés solo se las mostraron, y al retirarse se las llevaron. ¿No sabrían lo que saben todos los niños mexicanos, que «el que da y quita, con el diablo se desquita»? Era para que la adoraran los indios, pero no era de ellos, debía continuar en las manos de los recién llegados españoles, pica y protección al frente de las batallas. Conjeturo más: si las diosas mayas que visitamos, las proveedoras de Agua o las sanadoras podían invocar Muerte, la Virgen de los Remedios solo apelaba a un aspecto del poder femenino –era una madre–, dejando en su persona un vacío, una intriga: ¿cómo podría generar vida una mujer sin cuerpo? Las diosas prehispánicas, las paridoras, provocan que la semilla germine; son como la Tierra y, por lo mismo, necesitarán alimentarse de cadáveres. No hay varón que pueda contenerlas, que pueda refrenar sus poderes: ellas engendran, ellas son la puerta hacia la muerte. Tienen la llave para la vida, tienen la muerte. La lógica prehispánica es elemental: esto es la Mujer, la Gran Madre, la fertilidad, ella encarna la confirmación de que, para que haya fertilidad, la Naturaleza exige la muerte. Por esto, conjeturo, los tabasqueños no pudieron ponderar en el primer momento la pequeña imagen. Cuenta Solange Alberro que la Virgen conquistó en poco tiempo el afecto de los naturales: «A partir del momento en que (la Virgen) pisa esta tierra, la Madre de Dios establece con las diosas americanas, sus parientas y antepasadas, unos lazos y alianzas tan definitivos como los que muchos siglos atrás la habían acercado a las deidades femeninas del mundo mediterráneo,

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a las que finalmente suplantaría» (en Manifestaciones religiosas en el mundo colonial americano, editado por Clara García Ayuluardo, UIA, México, 1997). Pero no lo hizo sin coerción, debates y alianzas. El licenciado Alonso de Zuazo, según cuenta Fernández de Oviedo, en 1524 o 1525, en su breve paso por México como Justicia Mayor de la Nueva España, gracias a un diálogo teológico que sostuvo con sabios indios sobre la adoración de imágenes en el catolicismo o en las religiones mesoamericanas, consiguió que se colocara una imagen de la Virgen en lo más alto de un «cu» –un templo– reemplazando imágenes de los antiguos dioses. Fue a la Virgen a quien eligieron los sabios indios, porque a «su» Dios, le dijeron a Zuazo, no lo comprendían. El comportamiento previo de Zuazo me hace conjeturar que no fue solo el intercambio de ideas lo que convenció a los sabios, acostumbrado como estaba a métodos de persuasión más violentos (sus emperramientos de indios caribes, por ejemplo). Dos décadas después, empezó a correr una trama –posiblemente sembrada por los frailes– en la que se contaba que en la Noche Triste, cuando Cortés y sus hombres habían salido huyendo de Tenochtitlan porque los indios les ganaron un «round» bélico, algún soldado en fuga escondió, perdió u olvidó en un maguey la imagen de la Virgen de los Remedios. Juan Águila, un cacique otomí escuchó a la Virgen. «Hijo –le decía–, búscame en ese pueblo». Primero el indio no le hizo caso, hasta que en una segunda aparición la obedeció, la encontró en un maguey y se la llevó a casa. Por la noche, la Virgen se le esfumó. El indio salió a buscarla, la encontró otra vez en el maguey y volvió a llevársela, esta vez tomando la precaución de encerrarla, pero la Virgen se esfumó nuevamente y regresó al maguey. La situación se repite a pesar de las ofrendas que le entrega Juan Águila Lo que quiere la Virgen es su propio templo, no estar de arrejuntada. La fábula (o el milagro, dependiendo de quién lo cuente) solo fue hasta un cierto punto eficaz. La Virgen de los Remedios no consiguió ganarse masivamente el corazón de los «nuevos» mexicanos. Aunque se hubiera aparecido en el maguey (figura 18) –planta muy apreciada por los locales, a la que le atribuían todo tipo de virtudes (de esta se obtiene el pulque, un vegetal con diosa, como vimos en la imagen que mostré, solo un respiro entre otras deidades prehispánicas–, la

Virgen de los Remedios presentaba dificultades para su aceptación: era forastera, había ayudado y favorecido en la batalla a los españoles. «Hasta el agua nos debe venir de la gachupina», escribe Humbolt en su viaje a México en 1809, citando la expresión de un indio que verbaliza el sentir general, aún vivo más de doscientos años después de la Conquista. Se necesitó otra fábula que favoreciera más el gusto y ayudara a implantar masivamente el culto mariano. Pronto encontró su forma (figura 19). Se hila otra trama, según parece, desde el escritorio del obispo Montúfar. En el Monte del Tepeyac, donde existía el adoratorio «pagano» de una diosa azteca cuyo culto aún estaba vivo, la Virgen se le aparece a un indio. Se le manifiesta, y para convencer a todos de su aparición, como milagro hace crecer rosas donde solo hay piedras e imprime su imagen en las ropas del indio Juan Diego. Es la Virgen de Guadalupe, la Morenita (las tramas populares no buscan originalidad, otra Guadalupe ya existía en la península ibérica) (figura 20). Las diferencias entre las imágenes de las diosas prehispánicas y de la Virgen son también evidentes. La que se coronaría emperatriz de América no tiene garras, ni calaveras en las articulaciones; no viste cabeza de serpiente, no está desnuda, no devora sangre del rey, no provoca inundaciones y enfermedades, no da a luz a la muerte. No tiene cuerpo (figura 21). En un sentido difiere de las prehispánicas más todavía que la de los Remedios, porque no está ligada a la maternidad, no trae el hijo en brazos. Como aquella Minerva de Sofonisba, su unión es con su propia introspección: mano con mano, en actitud de recogimiento. Es lunar, como algunas prehispánicas, porque descansa sobre la luna, pero la circundan rayos solares. No es la divinidad femenil que impide la salida del sol: ella la augura. Ella es luna y sol, oriente y poniente. El enigma que nos presenta la mujer en toda cultura por ser dadora de vida, y el miedo que despierta su poder, habían sido confrontados y resueltos en las figuras divinas prehispánicas. Entre los novohispanos el enigma vuelve a pedir su resolución. No la encuentra en la Virgen Guadalupana. Ella protege sin amenazar. Es madre para los desvalidos, para los que no tienen cómo defenderse, para los que no pueden confrontar entera la verdad de Naturaleza. Guadalupe no es la diosa feroz; no hay necesidad de hacerle

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resistencia. Como la Remedios, nada feroz, nada voraz. La Remedios evidenciaba que era Virgen con hijo, pero no es hijo de ella sino de Dios –un solo Dios temible, también sin cuerpo–. El que tiene cuerpo es el hijo, cuerpo para la tortura y el dolor. Atrás de la fuente de la vida, no hay muerte necesaria, porque el hijo –con su sacrificio– derrota la muerte. El origen de la vida está disociado de lo terrenal, escapa a la lógica de la Tierra, no obedece a las leyes de la Naturaleza. Las apariciones resuelven de otra manera el conflicto. Si la imagen de la Remedios era una figura sin cuerpo, en estado de aparición, las vírgenes brincan al lado virtual: más aun cuando Guadalupe se imprime en la tilma del indio Juan Diego. No es una efigie, no es una escultura, al ser una «aparición» tornada en «impresión» es más que un cuerpo. También, según Sahagún –virulento antiguadalupano, por considerarlo pagano–, otra divinidad prehispánica se aparecía: Cihuacóatl, lo registra en el Códice Florentino. Y la Cihuacóatl es la divinidad que Sahagún relacionaba con el culto a Tonantzin. El detalle de su color de piel se suma a otras erizaciones de la época, volviendo a una imagen medieval –la Virgen Morena–, una deidad «moderna», «nueva». En un sentido literal poco tenía de nueva, pues la Guadalupe original había sido aliada contra los moros; incluso al frente de la nave de Doria en la Batalla de Lepanto. Y no era el color de la piel lo que principalmente la volvía atractiva, sino el lugar donde se le adoraba: se creía desde la Antigüedad que en el cerro del Tepeyac se generaban las lluvias. Había que ir a agradecer ahí las nubes y la lluvia (lo explica con detenimiento Rodrigo Martínez Baracs, en su ensayo «Las apariciones de Cihuacóatl»). Cerro, más apariciones y tilma, más fecha: la trama se construyó con elementos bien ponderados. La Guadalupe fue acogida en el culto de los «nuevos» mexicanos. Los indios se aceptan ante ella como sus niños desvalidos, los vencidos. La Virgen es el último recurso, ella ampara a los indefensos. La divina Guadalupana es por esto sombra de la impotencia: es objeto de adoración para quienes no tienen con qué confrontar los temibles poderes de las féminas. Sobre la Eva que pintó Orozco en el fresco que visitamos de la Malinche, Guadalupe tiene a mis ojos –conjeturo– algunas ventajas. El vástago de la Eva de Orozco fue a dado a luz derrotado,

con la mirada clavada al piso. El vástago de Guadalupe la mira a ella, la contempla con adoración. La venera porque ella es su salvación, no su progenitora que condena, sino su protección, su amparo. El hijo de la Malinche de Orozco es el humillado, el esclavizado, el arrastrado. El «hijo» de la Virgen de Guadalupe es el que tiene fe en la protección de su madrecita, y sin duda la obtiene; tantos siglos de culto no pueden ser totalmente en balde, a menos, claro, que la desesperación sea insufrible. La incorporación de la Guadalupe a la trama de México no es sentimental (como lo es la historia de amor el Popo y el Iztla), pero tiene también tintes deshonestos: no era nacida aquí aunque se la presentase como autóctona. Venía de haber peleado contra los moros a imponerse en el culto de los indios. Virgen negra –o morena– como otras europeas, algún día blancas de marfil, aquí llegaba tinta desde su primera representación. Convenía al obispo, y no era lo que mejor hubiese cargado de vitalidad al pueblo. Fue hasta 1648, como bien apunta Rodrigo Martínez Baracs, que el bachiller criollo Miguel Sánchez, en su libro Imagen de la Virgen Santa María de Guadalupe publicado en 1648, no solo narró por primera vez conocida las apariciones guadalupanas del Tepeyac entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531, sino que le dio a su relato un sentido patriótico y criollista, y lo incorporó a una trama universal providencial, basado en el capítulo XII del Apocalipsis de San Juan: «Y una gran señal apareció en el cielo: una mujer vestida de sol y la luna bajo sus pies». Fue el primero –apunta Enrique Florescano– «en presentar a Guadalupe como estandarte de México», y mezclando imágenes del Apocalipsis con símbolos de los antiguos mexicanos. El fervor requería de otra fémina más propicia a la fertilidad. Apareció una generadora de vida, virgen y genial: la primera autora mexicana (lo de primera no lo digo por lo cronológico), Juana de Asbaje, o Sor Juana Inés de la Cruz, la mujer escritora en quien el Siglo de Oro se extendió temporal y geográficamente: de Cervantes pasó a Lope de Vega, de Lope a Calderón, de Calderón a Sor Juana, por ella cruzó el océano (Figura 22). Juana de Asbaje, como la llamó para quitarle el hábito y no llamarla Sor Amado Nervo, quien se encargaría de revivirla para el siglo XX mexicano, se autorretrató en pinturas y en

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palabras. No es la mujer dormida, sino la «volcana», y se contempla a sí misma. Su cuerpo es también «neutro»: …también sé que, en latín, solo a las casadas dicen uxor, o mujer, y que es común de dos lo virgen. ... como a mujer me miren, pues no soy mujer que a alguno de mujer pueda servirle; y solo sé que mi cuerpo, sin que a uno u otro se incline, es neutro, o abstracto, cuanto solo el alma deposite...

Neutro, pero no un cuerpo deshabitado de sí mismo, como el de la Virgen madre que acogiera a todos los mexicanos bajo su manto. Por su apetito de conocimiento, por ser la renacentista americana, Juan observa su propia anatomía. Se observa con ojo analítico. En su poema «El primer sueño», liga el cuerpo del ser humano con el universo –del hígado, el estómago, los pulmones o el corazón a las estrellas–, hace para las letras lo que Da Vinci hizo en su Hombre de Vitruvio y se acerca a aquellas divinas prehispánicas que aceptaban en su persona la compleja dualidad de la naturaleza. Porque Muerte y Vida, en su ejercicio intelectual, se empatan con Sueño y Vigilia. El sueño, que puede ser parábola de la muerte, en Juana de Asbaje es despertar. La Iztlaccíhuatl en ella regresa a la vida. Juana es una guerrera de la imaginación y la inteligencia. Como dice Stephanie Merrim, su personalidad es dual, Juana es la heroína oscura y la heroína luminosa: «Yo, la peor de todas». Su mitad oscura es altivez, el demonio y el conocimiento. Juana de Asbaje es una Fausta mexicana. La llamaban el «Fénix» –como antes se hizo con Lope de Vega–, un monstruo de genio. «El fénix es un ave igual a los dioses celestes», dice Claudio Claudiano. La España de los Siglos de Oro no careció de mujeres geniales, pero ninguna de sus escritoras obtuvo el reconocimiento popular de Juana de Asbaje, ni el impacto. Nuestra Juana creó una noción de México: el país de varias raíces. Insistió en el orgullo criollo que había comenzado a fermentar en autores novohispanos más tempranos. En ningún momento Juana conquista o mira con ojos de extranjero la tierra en que ha nacido, pero sí la exhibe comprensible para el extranjero, no monstruosa –como es ella– sino suave (como

cuando asegura que el «lenguaje mejicano» tiene «cláusulas tiernas»). Usa los modos diversos –africano, indio, castizo, mestizo–, escribe poemas en afromexicanos y tocotines (poemas indios).Incorpora la variedad a México y México al vario mundo. Tenochtitlán había dejado de ser el ombligo del universo, y con Juana se convirtió en algo mejor: ahora tenía ojos y sabía mirar el mundo, con apetito de otredad. Cosmopolita, plural, con Juana de Asbaje México dejó de ser provincia. La Fénix mexicana, monstrua, deja claro que el mexicano es un ciudadano del mundo y no de un rincón aislado. Por lo mismo, no quiere marginarse tampoco como «fémina»: «pues sabes tú que las almas/ distancia ignoran y sexo». Juana defiende el culto católico, y también el culto prehispánico; liga la veneración a la Eucaristía con el culto a Huitzilopochtli, debate la pertinencia u horror del sacrificio humano en la ceremonia del Teocualo («dios es comido»), compara los ritos de purificación con el misterio de la Eucaristía («eso de hacerse vianda/ es dura proposición», de El cetro de José) y el bautismo. Comprende, como humanista, que las divinidades mesoamericanas no eran «idolatría» sino que el mundo indio concibe sagrado al mundo –como el hindú–, que adora la sacralidad de la Naturaleza. Lo comprende, y lo defiende, con la astucia, la zalamería, la prudencia y la brillantez que le fueron siempre características. El espacio tempoespacial se reduce y debo comprimir la narración, apresurándome. Dejo la Colonia en la persona de Juana de Asbaje (¿podría haber estado mejor representada?) para llegar a los Insurgentes, los cabecillas y el pueblo que apoyara el movimiento por la independencia de México. Tomaron a la Guadalupana (figura 22) en su estandarte. (Sus enemigos, los realistas, traían al frente el estandarte de la Virgen de los Remedios. La guerra de Independencia fue en una de sus versiones una batalla entre diosas, las dos vírgenes. Ganó la morenita y México se instituyó en un país independiente.) En los tempranos años de la Independencia, Fernández de Lizardi, el pensador mexicano, publica almanaques de enorme recepción popular. Uno de estos (el segundo, publicado en 1824) está «dedicado a las señoritas americanas, especialmente a las patriotas» (figura 23). En este impreso no hay seres divinos, como en los

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dos almanaques prehispánicos, sino que las protagonistas son las mujeres que participaron en la lucha insurgente, entre ellas Leona Vicario, Mariana Rodríguez de Lazarín, Fermina Rivera y Josefa Ortiz de Domínguez (figura 24). Lizardi quiso implantar su culto; sin demasiado éxito. Cien años después, al celebrar el centenario de la Independencia, antes del estallido de la Revolución, estas mujeres regresarían a la arena pública. Se reedita el almanaque de Lizardi con sus imágenes, y se retoma la vida de estas y otras participantes en la insurgencia. «Pues a despecho de la España fiera/ Se pudo nuestra patria independer./Y fue libre, fue libre, y vino un día/ En que ya no hubo súbditos ni reyes:/ El pueblo rey se dio las nuevas leyes,/ Que debían cambian todo su ser». Los malísimos versos son de Dolores Jiménez y Muro (1848-1925), periodista, activista política, una de las feministas que formaron agrupaciones a fines del porfiriato, efervescentes células de pensamiento y organización política. Dolores Jiménez y Muro (en sus propias palabras, «adepta de una causa a que he sido y soy fiel: la causa del pueblo y de la justicia») es la única mujer que aparece en la fotografía conocidísima de Zapata y Villa en la silla presidencial (figura 25), de pie entre los dos revolucionarios, exactamente atrás de ellos. Cuñada del poeta José Manuel Othón, «huérfana de padre y madre desde muy joven; viviendo siempre de mi trabajo, y desde hace tiempo también sola en el mundo, no existe otra influencia para mí que la de mi criterio y la de mi conciencia, no aspirando a nada material ni arrendrándome nada tampoco, si no es obrar torcidamente, lo cual está en mi mano evitar». El 11 de septiembre de 1910, Dolores Jiménez, como presidenta del Club Femenil Hijas de Cuauhtémoc, encabezó una protesta en la ciudad de México en la glorieta de Colón contra el fraude en las elecciones, con la consigna «es tiempo de que las mujeres mexicanas reconozcan que sus derechos y obligaciones van más allá del hogar». La llevaron presa a la cárcel de Belén. Fue la primera de las tres ocasiones en que estaría tras las rejas. José Revueltas –de quien también se cumple este año un centenario, como el de Octavio Paz, y quien estuvo largo tiempo tras las rejas– la incorpora al guión de cine que escribió sobre Zapata. Afirma ahí que Zapata se había

enamorado de la poeta –no parece factible y no hay un solo indicio de que sea verdad, más bien se dice que Zapata las cortejaba a todas–. Dolores tenía sesenta años cuando Zapata la invitó personalmente a unirse a sus filas y ella se incorporó a las fuerzas zapatistas (figura 26). En el guión de Revueltas, dice Zapata: «Una mujer como debiera haber sido mi esposa. El hombre y la mujer están hechos para luchar juntos por las mismas ideas; eso le quita al matrimonio todo el carácter humillante y despreciativo que tiene para la mujer». No estoy muy de acuerdo con esto de lo humillante y despreciativo del matrimonio (para qué me habría casado yo a los cincuenta), pero eso no le quita lo interesante el guion de José Revueltas. Dolores Jiménez y Muro escribió –y esto no es ficción– el proemio al «Plan de Ayala» de Zapata. Cito: Las multitudes pronuncian con respeto y cariño el nombre del calumniado general Emiliano Zapata, como el del defensor de los desheredados y de los oprimidos; como el del porta-estandarte de la idea revolucionaria de nuestros días, de la misma manera que lo fue Hidalgo, Morelos y Guerrero, desde 1810 hasta 1821; y como lo fue Juárez durante la gran Década Nacional.

Mientras Dolores Jiménez y Muro luchaba, y el país estaba en llamas, se estrenó una película que, al tiempo que cuenta un milagro contemporáneo de la Virgen de Guadalupe –salvar a un mexicano cuando los alemanes hunden un barco de pasajeros–, vuelve a narrar sus apariciones en el cerro del Tepeyac, y la impresión de su imagen en la tilma de Juan Diego. La película ha sido recientemente recuperada por la Filmoteca de la UNAM. De ahí he tomado a una mujer para mi galería de imágenes. Es una mujer que lee (figura 27). La película silente se llama El milagro de Tepeyac (1917). ¿Y qué lee esta mujer? Un libro que cuenta la historia de la Virgen de Guadalupe, paradójicamente posicionada para los revolucionarios en un lugar muy diferente al que ocupara durante el movimiento insurgente. Voy a terminar la narración (y terminar de correr) con dos imágenes más. La primera es la Madona de Martín Ramírez (en la colección de la Biblioteca del Congreso) (figura 28).

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Martín Ramírez, artista «salvaje», un «espalda mojada», mexicano que emigrara a Estados Unidos a trabajar en la ferroviaria en 1925 (a sus veinte años) y fuera recluido el resto de su vida en instituciones para enfermos mentales con diagnóstico de esquizofrenia, pintó y dibujó la mayoría de su obra en los años cuarenta y cincuenta. Como se ve en el reverso de su Madona (figura 29), Martín Ramírez trabajaba sobre cualquier material que tuviera a mano; aquí, en el reverso de su Madona, vemos que utilizó sobres de correo, impresos, cartas llegadas a su confinamiento. La Madona de Martín Ramírez es una reinterpretación del sincretismo indio y europeo. Sobre una serpiente que sale de sus ropas –la diosa de la falda de serpientes–, la corona, la falda coloreada, flotando sobre una burbuja, amurallada de tal forma que su encierro parece ser sus propias partes íntimas. Sonríe mientras nos muestra su poder, muy superior al nuestro. Como algunas diosas prehispánicas que no alcanzamos a ver, ella podría ser un ser bisexual. Lleva su rebozo al frente en lugar de en la espalda, la prenda donde por tradición se lleva al niño está vacía y es solo un adorno. Ella conjuga, si no Muerte y Vida, sí Alegría y Tristeza: los seres en movimiento que se desplazan entre las dos murallas que la protegen no consiguen alejárnosla. Ella triunfa en su encierro. Verla nos libera. Es, sí, una presencia benéfica, así atrapada y posiblemente fuera de sus cabales. Nos ve a los ojos. Protectora aquí pintada por su propio «hijo», por lo tanto, anímicamente viva; protectora de aquel lado de la frontera; protectora en el exilio; protectora ilegal; una más de los muchos emigrados de un país que parece estar huyendo ahora, viviendo su momentánea noche triste. La última figura que traigo para conformar esta narración a trompicones es la Santa Muerte (figura 30), la deidad que protege a los criminales, aquí pintada por un artista anónimo en la pared de una cárcel en el norte de México. Su culto se extiende desde el sur de Estados Unidos hasta Centroamérica. La Muerte Niña contiene solo el lado «oscuro» de las deidades femeninas prehispánicas, solo es la Muerte, como aquella que danzara en el Medioevo europeo. No es una de las Tzitzimiles que desean devorar al sol todos los amaneceres y fracasan. Ella es la Muerte, la muerte incluso del Mictlán, la muerte infértil, la muerte que

alimenta solo a la muerte, la muerte autófaga, centrada en sí misma, generadora solo de más muerte. La muerte incluso de la naturaleza. La muerte que empaca a los cadáveres en bolsas de plástico, sellados hasta la eternidad. La muerte de los cientos de inmigrantes que a su paso por México, hacia Estados Unidos, son víctimas de la escalada de violencia, de las nuevas generaciones de soldados civiles, entrenados por una cultura que no les da más cabida si no es como secuestradores o sicarios. La muerte que devasta corrompiendo, contaminando el medio ambiente. La muerte de la Naturaleza. La muerte que sella todo ciclo vital. Es la Muerte Niña una muerte que no genera vida sino que protege a los «productores» de muerte desechable, de muerte no reciclable. Es la deidad de la violencia, del territorio comido por la expresión más refinada del capitalismo salvaje, un producto universal –que no mexicano–, el terror de las filas de seres desechables producidos por la llamada «guerra contra las drogas» que años atrás hizo famoso Nixon y que derriba las instituciones civiles país tras país imponiendo su orden de terror y violencia. Bajo su manto se da rienda a la ansiedad contra las féminas, porque mujeres y niños serán los más devorados por las mandíbulas de esta guerra. El campo cultural devastado por la violencia va demoliendo los lazos sociales y la memoria de nosotros mismos.

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