Primavera silenciosa - El Jardín del Libro

May 18, 2018 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Rachel Carson

Rachel Carson

Las dudas de la física en el siglo XXI ¿Es la teoría de cuerdas un callejón sin salida?

Primavera silenciosa (1962), de la bióloga marina y zoóloga estadounidense Rachel Louise Carson (1907-1964), es un libro que es preciso conocer ya que aborda uno de los problemas más graves que produjo el siglo XX: la contaminación que sufre la Tierra. Utilizando un lenguaje transparente, el rigor propio del mejor análisis científico y ejemplos estremecedores, Carson denunció los efectos nocivos que para la naturaleza tenía el empleo masivo de productos químicos como los pesticidas, el DDT en particular. Se trata, por consiguiente, de un libro de ciencia que va más allá del universo científico para adentrarse en el turbulento mundo de «lo social». Su trascendencia fue tal que hoy está considerado uno de los principales responsables de la aparición de los movimientos ecologistas a favor de la conservación de la naturaleza. De hecho, Primavera silenciosa consiguió lo que pocos textos científicos logran: iluminar nuestros conocimientos de procesos que tienen lugar en la naturaleza y despertar el interés de la sociedad tanto por la ciencia que es necesaria para comprender lo que sucede en nuestro planeta, como por la situación presente y futura de la vida que existe en él.

Robert P. Crease

El prisma y el péndulo Los diez experimentos más bellos de la ciencia Ian Stewart

Números increíbles Ernst P. Fischer

El gato de Schrödinger en el árbol de Mandelbrot Frank Wilczek

El mundo como obra de arte En busca del diseño profundo de la naturaleza Michelle Feynman (ed.)

Richard P. Feynman. La física de las palabras Reflexiones y pensamientos de uno de los científicos más influyentes del s. XX Brian Greene

El tejido del cosmos Espacio, tiempo y la textura de la realidad Leontxo García

Ajedrez y ciencia, pasiones mezcladas

Rachel Carson (1907-1964),

Primavera silenciosa Edición y traducción de Joandomènec Ros CLÁSICOS DE LA CIENCIA Y LA TECNOLOGÍA

Lee Smolin

Primavera silenciosa

Primavera silenciosa

Últimos títulos publicados

Rachel Carson

Director: JOSÉ MANUEL SÁNCHEZ RON

tras obtener su título superior de biología marina por la Universidad Johns Hopkins, enseñó Zoología en la Universidad de Maryland y trabajó para el U.S. Fish and Wildlife Service. Desde ahí escribió Under the Sea-Wind (1941), The Edge of the Sea (1955), El mar que nos rodea (1961) y Primavera silenciosa (1962), una crítica feroz a la industria de los pesticidas. Este último se convirtió muy pronto en un best seller que provocó un gran revuelo en la clase política estadounidense y difundió un mensaje ecologista que todavía hoy sigue vigente.

Pere Puigdomènech

Desafíos del futuro Doce dilemas y tres instrumentos para afrontarlos en el duodécimo milenio

PVP 19,90 Ð

www.ed-critica.es

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157 mm

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Diseño de cubierta: Planeta Arte & Diseño Ilustración de cubierta: Shutterstock

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PRIMAVERA SILENCIOSA Rachel Carson

Prólogo y traducción castellana de Joandomènec Ros, catedrático de Ecología de la Universidad de Barcelona

BARCELONA

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Primera edición: mayo de 2010 Primera edición en esta nueva presentación: octubre de 2016 Primavera silenciosa Rachel L. Carson No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal) Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47 Título original: Silent Spring © 1960, Rachel L. Carson © de la traducción, Joandomènec Ros, 2010 © Editorial Planeta S. A., 2016 Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) Crítica es un sello editorial de Editorial Planeta, S. A. [email protected] www.ed-critica.es ISBN: 978-84-16771-17-2 Depósito legal: B. 17.856 - 2016 2016. Impreso y encuadernado en España por Huertas Industrias Gráficas S. A..

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íNDICE

Prefacio de José Manuel Sánchez Ron . . . . . . . . . . . . . . . Prólogo de Joandomènec Ros. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Nota de la autora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

ix xiii xxxvii xxxix

capítulo

11. Fábula para el día de mañana . . . . . . . . . . capítulo 12. La obligación de resistir . . . . . . . . . . . . . . capítulo 13. Elixires de muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . capítulo 14. Aguas superficiales y mares subterráneos capítulo 15. Los dominios del suelo . . . . . . . . . . . . . . . capítulo 16. El manto verde de la Tierra . . . . . . . . . . . . capítulo 17. Devastación innecesaria . . . . . . . . . . . . . . capítulo 18. Y ningún pájaro canta . . . . . . . . . . . . . . . . capítulo 19. Ríos de muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . capítulo 10. Indiscriminadamente desde los cielos . . . capítulo 11. Más allá de los sueños de los Borgia . . . . . capítulo 12. El precio humano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . capítulo 13. A través de una estrecha ventana . . . . . . . capítulo 14. Uno de cada cuatro . . . . . . . . . . . . . . . . . . capítulo 15. La naturaleza se defiende . . . . . . . . . . . . . capítulo 16. El estruendo de un alud . . . . . . . . . . . . . . capítulo 17. El otro camino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

1 5 15 39 53 63 87 105 135 163 183 197 209 229 255 275 291

Lista de fuentes principales . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Índice analítico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

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CAPíTULO 1 FáBULA PARA EL DíA DE MAñANA

Había una vez una ciudad en el corazón de Norteamérica en la que todos los seres vivos parecían vivir en armonía con su entorno. La ciudad estaba enclavada en el centro de un mosaico de prósperas granjas, con campos de cereales y huertos donde, en primavera, blancas nubes de flores se mecían sobre los verdes campos. En otoño, los robles, los arces y los abedules exhibían el esplendor de sus colores, que flameaban y titilaban a través de un fondo de pinares. Entonces, los zorros ladraban en las colinas y los ciervos cruzaban silenciosamente los campos, medio ocultos por las nieblas de las mañanas otoñales. A lo largo de las carreteras, el laurel, el durillo y el aliso, los grandes helechos y las flores silvestres deleitaban el ojo del viajero la mayor parte del año. Incluso en invierno, los bordes de los

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caminos eran lugares de gran belleza, donde incontables pájaros acudían a comerse las moras y las semillas de las cabezuelas de las hierbas secas que sobresalían de entre la nieve. La comarca era famosa por la abundancia y variedad de sus aves, y cuando la riada de las aves migratorias se derramaba sobre ella en primavera y en otoño, la gente llegaba desde grandes distancias para contemplarla. Otros iban a pescar en los ríos, que fluían, claros y fríos, desde las montañas y que ofrecían sombreados remansos en que nadaban las truchas. Así había sido desde los días, hace muchos años, en que los primeros colonos levantaron sus casas, cavaron sus pozos y construyeron sus graneros. Entonces una extraña plaga se extendió por la comarca y todo empezó a cambiar. Algún maleficio se había adueñado del lugar; misteriosas enfermedades acabaron con las aves de corral; vacas y ovejas enfermaron y murieron. Por todas partes se extendió una sombra de muerte. Los granjeros hablaron de muchas enfermedades que aquejaban a sus familias. En la ciudad, los médicos se encontraban cada vez más confusos por las nuevas clases de afecciones que aparecían entre sus pacientes. Hubo varias muertes repentinas e inexplicables, no sólo entre los adultos, sino incluso entre los niños que, de pronto, eran atacados por el mal mientras jugaban y morían a las pocas horas. Había una extraña quietud. Los pájaros, por ejemplo... ¿dónde se habían ido? Mucha gente hablaba de ellos, confusa y preocupada. Los comederos de los patios estaban vacíos. Las pocas aves que se veían se hallaban moribundas: temblaban violentamente y no podían volar. Era una primavera sin voces. En las madrugadas que antaño fueron perturbadas por el coro de robines, pájaros gato, tórtolas, arrendajos, chochines y multitud de otras voces de pájaros, no se percibía un solo rumor; sólo el silencio se extendía sobre los campos, los bosques y las marismas. En las granjas, las gallinas empollaban, pero ningún polluelo salía de los cascarones. Los campesinos se quejaban de que no conseguían criar ningún cerdo, las camadas eran pequeñas y los lechones sobrevivían sólo unos cuantos días. Los manzanos echaban flor, pero ninguna abeja zumbaba entre las flores, por consiguiente no había polinización y no habría frutos. Los bordes de los caminos, tan atractivos tiempo atrás, estaban ahora cubiertos de vegetación tostada y reseca, como con-

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sumida por el fuego. También éstos se hallaban silenciosos y desprovistos de toda criatura viviente. Incluso los riachuelos se veían sin vida. Los pescadores ya no los visitaban, porque todos los peces habían muerto. En los canalones de los tejados, sobre los aleros y entre los ripios, un polvo blanco y granuloso mostraba aún algunas manchas; pocas semanas antes había caído como nieve sobre los techos y los céspedes, los campos y los arroyos. Ninguna brujería, ninguna acción del enemigo había silenciado el rebrotar de nueva vida en este mundo así afligido. Lo había hecho la misma gente. Esta ciudad no existe en realidad, pero podría haber tenido mil duplicados en Norteamérica o en cualquier otro sitio del mundo. No conozco ninguna comunidad que haya sufrido todas las desgracias que he descrito. Pero cada uno de esos desastres ha ocurrido de verdad en algún lugar, y muchas comunidades reales han experimentado un buen número de ellos. Un siniestro espectro se ha deslizado entre nosotros casi sin que lo advirtiéramos, y esta imaginaria tragedia podría fácilmente convertirse en una completa realidad que todos nosotros conoceríamos. ¿Qué es lo que ha silenciado las voces de la primavera en incontables ciudades de Norteamérica? Este libro trata de explicarlo.

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CAPíTULO 2 LA OBLIGACIóN DE RESISTIR

La historia de la vida en la Tierra ha sido una historia de interacción entre los seres vivos y su entorno. En gran medida, la forma física y el carácter de la vegetación terrestre y de su vida animal, han sido moldeados por el ambiente. Si se considera la totalidad de la duración de la existencia de la Tierra, el efecto contrario, en el que la vida modifica realmente su entorno, ha sido relativamente moderado.1 Sólo dentro del momento de tiempo re1. Esta afirmación es relativa. Sin llegar a postular la literalidad de la hipótesis de Gaia, según la cual la vida ha modificado profundamente la estructura y la dinámica del planeta y cuya primera formulación por James Lovelock

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presentado por el presente siglo, una especie (el hombre) ha adquirido una capacidad significativa para alterar la naturaleza de su mundo. Durante el último cuarto de siglo, esta capacidad no sólo ha aumentado hasta alcanzar una magnitud inquietante, sino que ha cambiado en su carácter. El más alarmante de todos los atentados del hombre contra el ambiente es la contaminación del aire, la tierra, los ríos y el mar con materiales peligrosos e incluso letales. Esta polución es en su mayor parte irremediable; la cadena de desastres que inicia, no sólo en el mundo que debe soportar la vida, sino en los tejidos vivos, es en su mayor parte irreversible. En esta contaminación del ambiente, que ahora es universal, las sustancias químicas son los compañeros siniestros y poco conocidos de la radiación a la hora de cambiar la naturaleza misma del mundo, la naturaleza misma de su vida. El estroncio 90, liberado en el aire por las explosiones nucleares, llega a la tierra con la lluvia o cae en forma de lluvia radiactiva, se aloja en el suelo, se introduce en la hierba, en el maíz o en el trigo que allí crecen y, a su debido tiempo, se introducirá en los huesos del ser humano, donde permanecerá hasta su muerte. De igual modo, los productos químicos rociados sobre los campos de cultivo, los bosques y los jardines permanecen durante largo tiempo en el suelo, penetran en los organismos vivos y pasan de uno a otro en una cadena de envenenamiento y de muerte. O bien se infiltran misteriosamente por los ríos subterráneos hasta que emergen y, mediante la alquimia del aire y la luz del sol, se combinan en nuevas formas que matan la vegetación, enferman al ganado y operan daños desconocidos en aquellos que beben de los que antaño eran pozos puros. Como ha dicho Albert Schweitzer: «El hombre difícilmente puede reconocer los daños de su propia obra». Han hecho falta millones de años para producir la vida que habita actualmente en la Tierra; eones de tiempo durante los fue contemporánea de Silent Spring, baste recordar dos de los cambios más evidentes que los seres vivos han producido en el planeta: la transformación radical de una atmósfera reductora a una oxidante (por la inyección en la misma del oxígeno procedente de la fotosíntesis) y la bioerosión de la roca madre y formación del suelo por diferentes organismos edáficos. (N. del t.)

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cuales la vida en desarrollo, en evolución y diversificación alcanzó un estado de ajuste y equilibrio con su entorno. El ambiente, que moldeaba de forma rigurosa y dirigía la vida que soportaba, contenía elementos que eran tanto hostiles como protectores. Ciertas rocas emitían radiaciones peligrosas; incluso dentro de la luz solar, de la que toda la vida obtiene su energía, había radiaciones de onda corta con la capacidad de lesionar. Con el tiempo (tiempo no en años, sino en milenios) la vida se ajusta, y se ha alcanzado un equilibrio. Porque el tiempo es el ingrediente esencial; pero en el mundo moderno no hay tiempo. La rapidez del cambio y la velocidad con la que se crean nuevas situaciones siguen al impetuoso y descuidado paso del hombre más que al paso pausado de la naturaleza. La radiación ya no es simplemente la radiación de fondo de las rocas, el bombardeo de los rayos cósmicos o la radiación ultravioleta del sol, que existían ya antes de que hubiera ningún tipo de vida en la Tierra; la radiación es ahora la creación antinatural del hombre, consecuencia de su manipulación descuidada del átomo. Las sustancias químicas a las que la vida tiene que adaptarse, ya no se reducen sencillamente al calcio, el silicio, el cobre y los demás minerales lavados de las rocas por las aguas y arrastrados al mar por los ríos; son las creaciones sintéticas de la inventiva de la mente humana, fabricadas en los laboratorios y que carecen de equivalentes en la naturaleza. Ajustarse a estas sustancias químicas requeriría tiempo a la escala de la naturaleza; harían falta no sólo los años de la vida de un hombre, sino los de generaciones. E incluso si, por algún milagro, eso fuera posible, resultaría inútil, porque las nuevas sustancias químicas salen de nuestros laboratorios como un río sin fin: casi quinientas anuales se ponen en uso práctico sólo en los Estados Unidos. La cifra deja perplejo, y sus implicaciones son difícilmente comprensibles..., quinientos nuevos productos químicos a los cuales es preciso que el cuerpo del hombre y de los animales se adapte de algún modo cada año; sustancias químicas que se hallan totalmente fuera de los límites de la experiencia biológica. Entre ellos figuran muchos que se emplean en la guerra del hombre contra la naturaleza. Desde mediados de la década de 1940 se han creado más de doscientos productos básicos para

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matar insectos, destruir malas hierbas, roedores y otros organismos calificados en el lenguaje vulgar como «plagas»; dichos productos se venden bajo varios miles de nombres comerciales distintos. Esos polvos, sprays y aerosoles se aplican ahora casi universalmente en granjas, jardines, bosques y hogares; se trata de productos químicos no selectivos que tienen la capacidad de matar a todo insecto, el «bueno» y el «malo», de acallar el canto de los pájaros y de inmovilizar el salto de los peces en los ríos, de revestir las hojas de una mortal película y de permanecer en el suelo... y todo ello aunque el objetivo pueden ser tan sólo unas cuantas malas hierbas o unos pocos insectos. ¿Puede alguien creer que sea posible extender semejante andanada de venenos sobre la superficie de la Tierra sin que resulten inadecuados para todo ser viviente? No deberían llamarse «insecticidas», sino «biocidas». Todo el proceso de pulverización parece hallarse atrapado en una espiral sin fin. Desde que se permitió el uso civil del DDT, se puso en marcha un proceso de intensificación en el que cada vez han de buscarse materiales más tóxicos. Esto ha sucedido así porque los insectos, en una triunfante reivindicación del principio de Darwin de la supervivencia de los más aptos, han producido por evolución superrazas inmunes al insecticida específico utilizado, por lo que cada vez hay que desarrollar otro más mortífero... y después otro más letal que el anterior. También ha ocurrido porque, por razones que se explicarán después, los insectos nocivos experimentan con frecuencia un «fogonazo», o resurgimiento, después de la rociadura, en número mayor que antes. De este modo, la guerra química nunca se gana, y todo ser vivo resulta atrapado en su violento fuego cruzado. Parejo con la posibilidad de extinción de la especie humana por la guerra atómica, el problema central de nuestra época ha llegado a ser, por consiguiente, la contaminación del ambiente total del hombre por medio de tales sustancias de increíble potencia dañina, sustancias que se acumulan en los tejidos de plantas y animales y que incluso penetran en las células germinales para desbaratar o alterar el mismo material hereditario del que depende el futuro de la especie.

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Algunos pretendidos arquitectos de nuestro futuro avizoran una época en que será posible alterar adrede el germoplasma humano. Pero bien podría ser que ahora lo estuviéramos haciendo así inadvertidamente, porque muchas sustancias químicas, como la radiación, provocan mutaciones genéticas. Resulta irónico pensar que el hombre pueda determinar su propio futuro mediante algo aparentemente tan trivial como la elección de un pulverizador insecticida. Todo ese riesgo se corre... ¿para qué? Quizá los historiadores del futuro se sorprendan ante nuestro distorsionado sentido de la proporción. ¿Cómo pudieron seres inteligentes tratar de dominar a unas cuantas especies indeseadas por un método que contaminó todo el ambiente y acarreó la amenaza de enfermedad y de muerte incluso para su propia especie? Y, sin embargo, esto es precisamente lo que hemos hecho. Lo hemos hecho, además, por razones que se desmoronan en cuanto las examinamos. Nos han dicho que el uso enorme y en expansión de los plaguicidas es necesario para mantener la producción agrícola. Pero nuestro problema real ¿no es de superproducción? Nuestras granjas, a pesar de las medidas para reducir la superficie destinada a la producción y para pagar a los agricultores para que no produzcan, han rendido tan asombroso exceso de cosechas que el contribuyente norteamericano pagó en 1962 más de un millar de millones de dólares como costo adicional total del programa de almacenaje del excedente de alimentos. Y la situación no resulta precisamente beneficiada cuando una rama del Departamento de Agricultura trata de reducir la producción mientras que otra afirma, como hizo en 1958: Se cree por lo general que la reducción de superficie de cultivo, según las estipulaciones del Banco de Suelo, estimulará el interés por el uso de productos químicos para obtener la máxima producción de la tierra dedicada al cultivo.

Todo esto no quiere decir que no haya problemas con los insectos ni necesidad de control. Lo que estoy diciendo, en cambio, es que el control debe adaptarse a las realidades, no a situaciones imaginarias, y que los métodos empleados tienen que ser tales que no nos destruyan a nosotros al mismo tiempo que a los insectos.

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El problema cuya pretendida solución ha provocado una tal serie de desastres como secuela es un complemento de nuestro moderno sistema de vida. Mucho antes de la era del hombre, los insectos habitaban la Tierra; se trata de un grupo de seres extraordinariamente variados y adaptables. En el curso del tiempo, desde el advenimiento de la especie humana, una pequeña parte del más de medio millón de especies de insectos ha entrado en conflicto con el bienestar humano de dos maneras principales: como competidores de los recursos alimentarios y como portadores de enfermedades humanas. Los insectos portadores de enfermedades se convierten en importantes allí donde los seres humanos se hacinan, especialmente en condiciones de poca higiene, como en épocas de desastres naturales o de guerra, o en situaciones de miseria y privaciones extremas. En estos casos se hace necesario algún tipo de control. Sin embargo, es un hecho patente, como veremos inmediatamente, que el método de control químico masivo sólo ha tenido un éxito limitado, y también que amenaza con empeorar las condiciones mismas que pretende resolver. En condiciones primitivas de agricultura, el granjero tenía pocos problemas de insectos. Éstos surgieron con la intensificación de la agricultura: la dedicación de inmensas extensiones de terreno a un solo tipo de cultivo. Este sistema preparó el escenario para los aumentos explosivos de poblaciones de insectos específicos. La agricultura de los monocultivos no saca partido de los principios por medio de los cuales opera la naturaleza; se trata de una agricultura como podría concebirla un ingeniero. La naturaleza ha introducido gran variedad en el paisaje, pero el hombre ha exhibido una verdadera pasión por simplificarlo. De este modo, deshace los frenos y equilibrios inherentes mediante los cuales la naturaleza mantiene a raya a las especies. Un freno natural importante es un límite a la cantidad de hábitat adecuado para cada especie. Es obvio, por consiguiente, que un insecto que vive a base de trigo pueda aumentar su población a niveles muy superiores en una explotación agraria dedicada a trigales que en una en la que el trigo se cultiva junto con otros cultivos a los que el insecto no está adaptado. Lo mismo sucede en otras situaciones. Hace una generación o más, las ciudades de extensas áreas de los Estados Unidos ali-

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neaban en sus calles nobles olmos. Ahora, la belleza que fue creada con esperanza se ve amenazada por la más completa destrucción, pues la enfermedad se abate sobre los olmos, extendida por un escarabajo que sólo hubiera tenido una oportunidad limitada de constituir poblaciones numerosas y de pasar de un árbol a otro si los olmos hubieran sido sólo árboles ocasionales de una plantación ricamente diversificada. Otro factor en el moderno problema de los insectos es uno que ha de considerarse en relación a un panorama de historia humana y geológica: la expansión de miles de especies de organismos diferentes desde sus áreas nativas para invadir nuevos territorios. Esta migración a escala mundial ha sido estudiada y descrita gráficamente por el ecólogo inglés Charles Elton en su reciente libro The Ecology of Invasions. Durante el período Cretácico, hace algo más de cien millones de años, los mares en expansión cortaron muchos puentes de tierra entre continentes, y los seres vivos se encontraron confinados en lo que Elton llama «colosales reservas naturales separadas». Allí, aislados de otros de su clase, desarrollaron muchas especies nuevas. Cuando algunas de aquellas masas continentales volvieron a unirse, hace unos 15 millones de años, estas especies empezaron a desplazarse hacia nuevos territorios, en un movimiento que no sólo está todavía en marcha, sino que ahora recibe considerable ayuda por parte del hombre. La importación de plantas es el agente primordial en la moderna expansión de especies, porque los animales han acompañado, casi invariablemente, a las plantas, siendo la cuarentena una innovación relativamente reciente y no del todo efectiva. Sólo la Oficina de Introducción de Plantas de los Estados Unidos ha dado entrada a casi 200.000 especies y variedades de plantas procedentes del mundo entero. Aproximadamente la mitad de los 180 insectos que son los mayores enemigos de los vegetales en los Estados Unidos son importados de fuera, y la mayor parte de esos insectos llegaron acompañando a las plantas. En territorio nuevo, fuera del alcance de la mano moderadora de sus enemigos naturales que mantenían en inferioridad su número en su tierra nativa, una planta o un animal invasores pueden convertirse en tremendamente abundantes. Así pues,

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no es por accidente que nuestros insectos más perturbadores sean especies introducidas. Es probable que estas invasiones, tanto las que se producen de forma natural como las que dependen de la ayuda humana, vayan a continuar indefinidamente. Las cuarentenas y las campañas químicas masivas son sólo maneras carísimas de ganar tiempo. Según el Dr. Elton, nos enfrentamos ...a una necesidad a vida o muerte no sólo de encontrar nuevos métodos tecnológicos de supresión de esta planta o de aquel animal... ...sino que necesitamos el conocimiento básico de las poblaciones animales y de sus relaciones con el ambiente, lo que ...proporcionará un equilibrio cabal y amortiguará la capacidad explosiva de brotes demográficos y de nuevas invasiones.

Ya se dispone de gran parte del conocimiento necesario, pero no se utiliza. Formamos a ecólogos en nuestras universidades, e incluso los empleamos en nuestras agencias gubernamentales, pero rara vez aceptamos su consejo. Permitimos que caiga la mortal lluvia química como si no hubiera otra alternativa, mientras que de hecho existen muchas, y nuestro ingenio podría encontrar pronto otras si se le diera la oportunidad. ¿Hemos caído en un estado de hipnotismo que nos hace aceptar como inevitable lo que es inferior o perjudicial, como si hubiéramos perdido la voluntad o la visión de exigir lo bueno? Pensar de esta manera, según las palabras del ecólogo Paul Shepard, ...idealiza la vida permitiéndole tan sólo que saque la cabeza fuera del agua, unos centímetros por encima de los límites de tolerancia de la corrupción de su propio ambiente... ¿Por qué hemos de tolerar una dieta de venenos débiles, un hogar en un entorno insípido, un círculo de relaciones que no son enteramente nuestros enemigos, el ruido de motores con sólo el alivio suficiente para impedirnos la locura? ¿Quién puede querer vivir en un mundo que, simplemente, no es del todo fatal?

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Y sin embargo, este tipo de mundo es el que nos abruma. La cruzada para crear un mundo químicamente esterilizado y libre de insectos parece haber engendrado un celo frenético por parte de muchos especialistas y la mayor parte de las llamadas agencias de control. En todos los aspectos es evidente que los que se dedican a operaciones de pulverización ejercen un poder despiadado. Neely Turner, una entomóloga de Connecticut, afirma: Los entomólogos reguladores ... funcionan como fiscales, jueces y jurados, asesores y recaudadores de impuestos y jefes de policía para hacer cumplir sus propias órdenes.

Los abusos más flagrantes no son reprimidos ni en las agencias federales ni en las estatales. Mi punto de vista no es que nunca deban usarse insecticidas químicos. Lo que sí sostengo es que hemos puesto indiscriminadamente sustancias químicas ponzoñosas y biológicamente potentes en manos de personas totalmente o en gran parte ignorantes de su potencial para causar daño. Hemos sometido a un enorme número de personas al contacto con tales venenos, sin su consentimiento y, con frecuencia, sin su conocimiento. Si la Carta de Derechos2 no contiene garantía de que un ciudadano será protegido contra venenos letales distribuidos ya sea por personas particulares, ya por funcionarios públicos, ello se debe seguramente a que nuestros antepasados, a pesar de su considerable sabiduría y previsión, no podían concebir semejante problema. Sostengo, asimismo, que hemos permitido que esos productos químicos sean usados con poca o ninguna investigación previa de sus efectos en el suelo, el agua, la vida silvestre y en el propio hombre. Las generaciones futuras difícilmente perdonarán nuestra falta de preocupación prudente por la integridad del mundo natural que sostiene toda la vida. Poseemos todavía un conocimiento muy limitado de la naturaleza de tal amenaza. Ésta es una era de especialistas; cada cual considera su propio problema e ignora o no tolera el marco 2. Las diez primeras enmiendas a la constitución de los Estados Unidos. (N. del t.)

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de referencia mayor en el que éste encaja. Es, asimismo, una era dominada por la industria, en la que raramente se pone en duda el derecho a obtener un dólar a cualquier precio. Cuando el público protesta, enfrentado con alguna prueba evidente de los resultados perjudiciales de las aplicaciones de plaguicidas, se le suministran píldoras tranquilizantes de medias verdades. Necesitamos urgentemente que se ponga fin a tan falsas seguridades, al caramelo que envuelve hechos desagradables. Es al público al que se le pide que asuma los riesgos que calculan los que se dedican a controlar los insectos. El público debe decidir si desea continuar por el actual camino, y sólo puede decidirlo cuando esté en plena posesión de los datos. En palabras de Jean Rostand: «La obligación de resistir nos da el derecho a conocer».

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